«Eso no ayuda, hermanita».
La respuesta de Naomi llegó rápida como un rayo.
«Si haces preguntas tontas, espera respuestas tontas».
Lacey puso los ojos en blanco y siguió caminando a toda prisa.
Por suerte, en el momento en el que llegó a la tienda, su madre le mandó un mensaje con una receta.
«Es de Martha Stewart» —escribió—. «Puedes fiarte de ella».
«¿Puedes fiarte de ella?» —tecleó Naomi como respuesta—. «¿A esta no la metieron en la cárcel?
«Sí» —respondió su madre—. «Pero no tuvo nada que ver con la receta del pastel de queso».
«Touché» —respondió Naomi.
Lacey rio. ¡Mamá se había quedado con Naomi!
Guardó el teléfono, ató la correa de Chester a una farola y entró en la tienda, que estaba muy iluminada. Se movía tan rápido como podía, llenando la cesta con todo lo que Martha le había dicho que necesitaba y, a continuación, se cogió una bolsa de linguine y una tarrina pequeña de salsa preparada (que estaba convenientemente colocada a su lado dentro de la nevera), y queso parmesano rallado (colocado al lado de la salsa), para acabar cogiendo la botella de vino de debajo que decía: «¡Perfecto para los linguine!»
«No me extraña que no haya aprendido nunca a cocinar», pensó Lacey. «Mira qué fácil me lo ponen».
Fue a la caja, pagó lo que había comprado, salió y cogió a Chester a la salida. Volvieron a pasar por delante de su tienda —vio que Tom estaba justo donde lo había dejado— y cogieron el coche de la calle lateral donde Lacey lo había aparcado.
El viaje en coche hasta Crag Cottage era corto, a lo largo del paseo marítimo y subiendo el acantilado. Chester estaba alerta en el asiento del copiloto al lado de ella y, cuando el coche llegó a la colina, Crag Cottage apareció ante su vista. Una sensación de placer llenó a Lacey. La casita de campo realmente parecía un hogar. Y después de la reunión con Iván del día siguiente, seguramente estaría un paso más cerca de convertirse en su propietaria oficial.
Justo entonces, se fijó en el cálido resplandor de una hoguera procedente de la casita de Gina, y decidió pasar de largo de su casa hacia su vecina por el camino lleno de baches y de una sola dirección.
Cuando se detuvo, vio a la mujer con las botas de agua puestas al lado de la hoguera, a la que estaba echando follaje. La hoguera se veía bastante bonita a la luz a la luz de la oscura noche de primavera.
Lacey Hizo sonar el claxon del coche y bajó la rígida ventanilla.
Gina se dio la vuelta y saludó con la mano.
–Ey, Lacey. ¿Tienes que quemar algo?
Lacey apoyó los codos sobre la ventanilla.
–No. Solo me preguntaba si necesitabas ayuda.
–¿Tú no tenías una cita con Tom esta noche? —preguntó Gina.
–La tenía —le dijo Lacey, sintiendo que esa extraña mezcla de decepción y alivio le revolvía el estómago—. Pero él la anuló. Una urgencia relacionada con la masa.
–Ah —dijo Gina. Tiró otra ramita a la hoguera, haciendo saltar chispas rojas, naranjas y amarillas—. Bueno, por aquí lo tengo todo controlado, gracias. A no ser que tengas nubes que quieras tostar.
–Vaya, pues no, no tengo. ¡Eso suena bien! ¡Y acabo de ir a comprar comida!
Decidió que la culpable de que ella no tuviera nubes era Martha Stewart y su extremadamente prudente receta de pastel de queso con vainilla.
Lacey estaba a punto de darle las buenas noches a Gina y dar la vuelta al coche para irse por donde había venido cunado notó que Chester le daba golpecitos con el morro. Se giró y lo miró. Las bolsas de la compra que había colocado a los pies del asiento del copiloto se habían volcado y algunas de las cosas que había comprado se habían caído.
–Se me ocurre algo… —dijo Lacey. Volvió a mirar por la ventanilla—. Oye, Gina. ¿Qué te parece si cenamos juntas? Tengo vino y pasta. Y todos los ingredientes para hacer el auténtico pastel de queso al estilo de Nueva York de Martha Stewart, por si nos aburrimos y necesitamos una actividad.
Gina parecía encantada.
–¡Me has convencido con lo del vino! —exclamó.
Lacey rio. Se agachó para coger las bolsas con la compra de los pies del asiento del copiloto, y se ganó otro golpecito con el húmedo morro de Chester.
–¿Y ahora qué pasa? —le preguntó.
Este ladeó la cabeza y levantó los penachos peludos que tenía por cejas rápidamente.
–Ah, ya lo pillo —dijo Lacey—. Antes te he reñido por no evitar que metiera la pata con Tom. Ahora quieres demostrar que tenías razón y que al final todo se ha solucionado ¿verdad? Venga, eso te lo reconozco.
Él rechinó.
Ella soltó una risita y le acarició la cabeza.
–Chico listo.
Salió del coche, Chester dio un salto para seguirla y subieron por el camino de Gina, haciendo maniobras entre las ovejas y los pollos que estaban esparcidos por todas partes.
Se metieron dentro.
–¿Qué ha pasado con Tom? —preguntó Gina mientras caminaban por el pasillo de techo bajo su cocina rústica tipo casa de campo.
–En realidad fue por Paul —explicó Lacey—. Mezcló las harinas o algo por el estilo.
Entraron a la luminosa cocina y Lacey dejó las bolsas de la compra sobre la encimera.
–Ya sería hora de que echara a este Paul —dijo Gina con un tch.
–Es un aprendiz —le dijo Lacey—. ¡Se supone que tiene que cometer errores!
–Ya. Pero, por otro lado, se supone que tiene que tiene que aprender de ellos. ¿Cuántas tandas de masa se ha cargado ya? Y que eso afecte a tus planes… ahí sí que le pone la guinda al pastel.
Lacey hizo una sonrisita al oír la graciosa frase hecha de Gina.
–Sinceramente, no pasa nada —dijo, sacando todos los artículos de la bolsa—. Yo soy una mujer independiente. No necesito quedar cada día con Tom.
Gina cogió unas copas de vino, sirvió una para cada una y, a continuación, se pusieron a hacer la cena.
–No te vas a creer quién vino a mi tienda antes de cerrar hoy —dijo Lacey, mientras removía rápido la pasta que había dentro de la olla de agua hirviendo. Las instrucciones decían que no era necesario remover durante los cuatro minutos que tardaba en hervir, pero esto parecía demasiado lento, ¡incluso para Lacey!
–¿No serán los americanos? —preguntó Gina con un tono de aversión mientras metía la salsa de tomate dentro del microondas durante los dos minutos que necesitaba para calentarse.
–Sí. Los americanos.
Gina se estremeció.
–Dios mío. ¿Y qué querían? A ver si lo adivino, ¿Daisy quería que Buck le comprara una joya carísima?
Lacey coló la pasta en un colador y, a continuación, la repartió en dos cuencos.
–No, no es eso. Pero Daisy sí que quería que Buck le comprara algo. El sextante.
–¿El sextante? —preguntó Gina, mientras tiraba la salsa de tomate encima de la pasta, con poca elegancia—. ¿Te refieres al instrumento náutico? ¿para qué iba a querer un sextante una mujer como Daisy?
–¿Verdad? ¡Eso mismo pensé yo! —Lacey espolvoreó virutas de parmesano encima de su montón de pasta.
–Quizá lo escogió al azar —reflexionó Gina, pasándole a Lacey uno de los dos tenedores que había sacado del cajón de los cubiertos.
–Fue muy concreta con esto —continuó Lacey. Llevó su comida y el vino hacia la mesa—. Quería comprarlo y, evidentemente, le dije que tendría que venir a la subasta. Pensé que se olvidaría, pero nada. Dijo que allí estaría. Así que ahora los tendré que aguantar a los dos otra vez mañana. ¡Ojalá hubiera guardado el dichoso trasto en lugar de dejarlo a la vista desde el escaparate a la hora de comer!
Observó a Gina mientras se sentaba en la silla de delante de ella y vio que, de repente, su vecina parecía bastante nerviosa. tampoco parecía no tener nada que añadir a lo que había dicho Lacey, la cual cosa era extremadamente impropia de aquella mujer normalmente habladora.
–¿Qué pasa? —preguntó Lacey—. ¿Hay algún problema?
–Bueno, yo fui la que te convenció de que cerrar la tienda a la hora de comer no te haría ningún daño —murmuró Gina—. Pero sí que lo hizo. ¡Porque le dio a Daisy la oportunidad de ver el sextante! Es culpa mía.