Estuvo Torquemada el Peor, los primeros días de su viudez, sin saber lo que le pasaba, dudando que pudiera sobrevivir á su cara mitad. Púsose más amarillo de lo que comunmente estaba, y le salieron algunas canas en el pelo y en la perilla. Pero el tiempo cumplió como suele cumplir siempre, endulzando lo amargo, limando con insensible diente las asperezas de la vida, y aunque el recuerdo de su esposa no se extinguió en el alma del usurero, el dolor hubo de calmarse; los días fueron perdiendo lentamente su fúnebre tristeza; despejóse el sol del alma, iluminando de nuevo las variadas combinaciones numéricas que en ella había; los negocios distrajeron al aburrido negociante, y á los dos años Torquemada parecía consolado; pero, entiéndase bien y repítase en honor suyo, sin malditas ganas de volver á casarse.
Dos hijos le quedaron: Rufinita, cuyo nombre no es nuevo para mis amigos; y Valentinito, que ahora sale por primera vez. Entre la edad de uno y otro hallamos diez años de diferencia, pues á mi Doña Silvia se le malograron más ó menos prematuramente todas las crías intermedias, quedándole sólo la primera y la última. En la época en que cae lo que voy á referir, Rufinita había cumplido los veintidós, y Valentín andaba al ras de los doce. Y para que se vea la buena estrella de aquel animal de D. Francisco, sus dos hijos eran, cada cual por su estilo, verdaderas joyas, ó como bendiciones de Dios que llovían sobre él para consolarle en su soledad. Rufina había sacado todas las capacidades domésticas de su madre, y gobernaba el hogar casi tan bien como ella. Claro que no tenía el alto tino de los negocios, ni la consumada trastienda, ni el golpe de vista, ni otras aptitudes entre morales y olfativas de aquella insigne matrona; pero en formalidad, en honesta compostura y buen parecer, ninguna chica de su edad le echaba el pie adelante. No era presumida, ni tampoco descuidada en su persona; no se la podía tachar de desenvuelta, ni tampoco de huraña. Coqueterías, jamás en ella se conocieron. Un solo novio tuvo desde la edad en que apunta el querer hasta los días en que la presento; el cual, después de mucho rondar y suspiretear, mostrando por mil medios la rectitud de sus fines, fué admitido en la casa en los últimos tiempos de Doña Silvia, y siguió después, con asentimiento del papá, en la misma honrada y amorosa costumbre. Era un chico de Medicina, chico en toda la extensión de la palabra, pues levantaba del suelo lo menos que puede levantar un hombre; estudiosillo, inocente, bonísimo y manchego por más señas. Desde el cuarto año empezaron aquellas castas relaciones; y en los días de este relato, concluída ya la carrera y lanzado Quevedito (que así se llamaba) á la práctica de la facultad, tocaban ya á casarse. Satisfecho el Peor de la elección de la niña, alababa su discreción, su desprecio de las vanas apariencias, para atender sólo á lo sólido y práctico.
Pues digo, si de Rufina volvemos los ojos al tierno vastago de Torquemada, encontraremos mejor explicación de la vanidad que le infundía su prole, porque (lo digo sinceramente) no he conocido criatura más mona que aquel Valentín, ni precocidad tan extraordinaria como la suya. ¡Cosa más rara! No obstante el parecido con su antipático papá, era el chiquillo guapísimo, con tal expresión de inteligencia en aquella cara, que se quedaba uno embobado mirándole; con tales encantos en su persona y carácter, y rasgos de conducta tan superiores á su edad, que verle, hablarle y quererle vivamente, era todo uno. ¡Y qué hechicera gravedad la suya, no incompatible con la inquietud propia de la infancia! ¡Que gracia mezclada de no sé qué aplomo inexplicable á sus años! ¡Qué rayo divino en sus ojos algunas veces, y otras qué misteriosa y dulce tristeza! Espigadillo de cuerpo, tenía las piernas delgadas, pero de buena forma; la cabeza más grande de lo regular, con alguna deformidad en el cráneo. En cuanto á su aptitud para el estudio, llamémosla verdadero prodigio, asombro de la escuela, y orgullo y gala de los maestros. De esto hablaré más adelante. Sólo he de afirmar ahora que el Peor no merecía tal joya, ¡que había de merecerla! y que si fuese hombre capaz de alabar á Dios por los bienes con que le agraciaba, motivos tenía el muy tuno para estarse, como Moisés, tantísimas horas con los brazos levantados al cielo. No los levantaba, porque sabía que del cielo no había de caerle ninguna breva de las que á él le gustaban.
II
Vamos á otra cosa: Torquemada no era de esos usureros que se pasan la vida multiplicando caudales por el gustazo platónico de poseerlos; que viven sórdidamente para no gastarlos, y al morirse, quisieran, ó bien llevárselos consigo á la tierra, ó esconderlos donde alma viviente no los pueda encontrar. No: D. Francisco habría sido así en otra época; pero no pudo eximirse de la influencia de esta segunda mitad del siglo XIX, que casi ha hecho una religión de las materialidades decorosas de la existencia. Aquellos avaros de antiguo caño, que afanaban riquezas y vivían como mendigos y se morían como perros en un camastro lleno de pulgas y de billetes de Banco metidos entre la paja, eran los místicos ó metafísicos de la usura; su egoísmo se sutilizaba en la idea pura del negocio; adoraban la santísima, la inefable cantidad, sacrificando á ella su material existencia, las necesidades del cuerpo y de la vida, como el místico lo pospone todo á la absorbente idea de salvarse. Viviendo el Peor en una época que arranca de la desamortización, sufrió, sin comprenderlo, la metamorfosis que ha desnaturalizado la usura metafísica, convirtiéndola en positivista, y si bien es cierto, como lo acredita la historia, que desde el 51 al 68, su verdadera época de aprendizaje, andaba muy mal trajeado y con afectación de pobreza, la cara y las manos sin lavar, rascándose á cada instante en brazos y piernas cual si llevase miseria, el sombrero con grasa, la capa deshilachada; si bien consta también en las crónicas de la vecindad que en su casa se comía de vigilia casi todo el año, y que la señora salía á sus negocios con una toquilla agujereada y unas botas viejas de su marido, no es menos cierto que, alrededor del 70, la casa estaba ya en otro pie; que mi Doña Silvia se ponía muy maja en ciertos días; que D. Francisco se mudaba de camisa más de una vez por quincena; que en la comida había menos carnero que vaca, y los domingos se añadía al cocido un despojito de gallina; que aquello de judias á todo pasto y algunos días pan seco y salchicha cruda, fué pasando á la historia; que el estofado de contra apareció en determinadas fechas, por las noches, y también pescados, sobre todo en tiempo de blandura, que iban baratos; que se iniciaron en aquella mesa las chuletas de ternera y la cabeza de cerdo, salada en casa por el propio Torquemada, el cual era un famoso salador; que, en suma y para no cansar, la familia toda empezaba á tratarse como Dios manda.
Pues en los últimos años de Doña Silvia, la transformación acentuóse más. Por aquella época cató la familia los colchones de muelles; Torquemada empezó á usar chistera de cincuenta reales; disfrutaba dos capas, una muy buena, con embozos colorados; los hijos iban bien apañaditos; Rufina tenía un lavabo de los de mírame y no me toques, con jofaina y jarro de cristal azul, que no se usaba nunca por no estropearlo; Doña Silvia se engalanó con un abrigo de pieles que parecían de conejo, y dejaba bizca á toda la calle de Tudescos y callejón del Perro cuando salía con la visita guarnecida de abalorio; en fin, que pasito á paso y á codazo limpio, se habían, ido metiendo en la clase media, en nuestra bonachona clase media, toda necesidades y pretensiones, y que crece tanto, tanto, ¡ay dolor! que nos estamos quedando sin pueblo.