IX
La belleza de Milagros no había llegado aún al ocaso en que se nos aparece en la triste historia de su yerno por los años de 75 a 78; pero se alejaba ya bastante del meridiano de la vida. El procedimiento de restauración que empleaba con rara habilidad no se denunciaba aún a sí mismo, como esos revocos deslucidos por las malas condiciones del edificio a que se aplican. La defendían del tiempo su ingenio, su elegancia, su refinado gusto en artes de vestimenta y la simpatía que sabía inspirar a cuantos no la trataban de cerca.
Todas estas cualidades subyugaban por igual el espíritu de Rosalía Bringas; pero la que descollaba entre ellas como la más tiránica era el exquisito gusto en materia de trapos y modas. Este don de su amiga era para la Bringas como un sol resplandeciente al cual no se podía mirar cara a cara sin deslumbrarse. Porque en tal estimación tenía la autoridad de la marquesa en estos tratados, que no se atrevía a tener opinión que no fuera un reflejo de las augustas verdades proclamadas por ella. Todas las dudas sobre un color o forma de vestido quedaban cortadas con una palabra de Milagros. Lo que esta decía era ya cuerpo jurídico para toda cuestión que ocurriera después, y como no sólo legislaba sino que autorizaba su doctrina con el buen ejemplo, vistiéndose de una manera intachable, la de Bringas, que en esta época de nuestra historia se había apasionado grandemente por los vestidos, elevó a Milagros en su alma un verdadero altar. La viuda de García Grande cautivaba a Rosalía con su prestigio de figura histórica. Respetábala esta como a los dioses de una religión muerta; mas a Milagros la tenía en el predicamento de los dogmas vivos y de los dioses en ejercicio. Nadie en el mundo, ni aun Bringas, tenía sobre la Pipaón ascendiente tan grande como Milagros. Aquella mujer, autoritaria y algo descortés con los iguales e inferiores, se volvía tímida en presencia de su ídolo, que era también su maestro.
Los regalitos de Agustín Caballero y la cesión de todas las galas que había comprado para su boda, despertaron en Rosalía aquella pasión del vestir. Su antigua modestia, que más tenía de necesidad que de virtud, fue sometida a una prueba de la que no salió victoriosa. En otro tiempo, la prudencia de Thiers pudo poner un freno a los apetitos de lujo, haciéndonos creer a todos que no existían, cuando lo único positivo en esto era la imposibilidad de satisfacerlos. Es el incidente primordial de la historia humana, y el caso eterno, el caso de los casos en orden de fragilidad. Mientras no se probó la fruta, prohibida por aquel Dios doméstico, todo marchaba muy bien. Pero la manzana fue mordida, sin que el Demonio tomara aquí forma de serpiente ni de otro animal ruin, y adiós mi modestia. Después de haber estrenado tantos y tan hermosos trajes, ¿cómo resignarse a volver a los trapitos antiguos y a no variar nunca de moda? Esto no podía ser. Aquel bendito Agustín había sido, generosamente y sin pensarlo, el corruptor de su prima; había sido la serpiente de buena fe que le metió en la cabeza las más peligrosas vanidades que pueden ahuecar el cerebro de una mujer. Los regalitos fueron la fruta cuya dulzura le quitó la inocencia, y por culpa de ellos un ángel con espada de raso me la echó de aquel paraíso en que su Bringas la tenía tan sujeta. Nada, nada… cuesta trabajo creer que aquello de Doña Eva sea tan remoto. Digan lo que quieran, debió pasar ayer, según está de fresquito y palpitante el tal suceso. Parece que lo han traído los periódicos de anoche.
Como Bringas reprobaba que su mujer variase de vestidos y gastase en galas y adornos, ella afectaba despreciar las novedades; pero a cencerros tapados estaba siempre haciendo reformas, combinando trapos e interpretando más o menos libremente lo que traían los figurines. Cuando Milagros iba a pasar un rato con ella, si Bringas estaba en la oficina, charlaban a sus anchas, desahogando cada cual a su modo la pasión que a entrambas dominaba.
X
Pero si el santo varón estaba en su hueco de ventana, zambullido en el microcosmos de la obra de pelo, las dos damas se encerraban en el Camón, y allí se despachaban a su gusto sin testigos. Tiraba Rosalía de los cajones de la cómoda suavemente para no hacer ruido; sacaba faldas, cuerpos pendientes de reforma, pedazos de tela cortada o por cortar, tiras de terciopelo y seda; y poniéndolo todo sobre un sofá, sobre sillas, baúles o en el suelo si era necesario; empezaba un febril consejo sobre lo que se debía hacer para lograr el efecto mejor y más llamativo dentro de la distinción. Estos consejos no tenían término, y si se tomara acta de ellos, ofrecerían un curioso registro enciclopédico de esta pasión mujeril que hace en el mundo más estragos que las revoluciones. Las dos hablaban en voz baja para que no se enterase Bringas, y era su cuchicheo rápido, ahogado, vehemente, a veces indicando indecisión y sobresalto, a veces el entusiasmo de una idea feliz. Los términos franceses que matizaban este coloquio se despegaban del tejido de nuestra lengua; pero aunque sea clavándolos con alfileres, los he de sujetar para que el exótico idioma de los trapos no pierda su genialidad castiza.
ROSALÍA.—(Mirando un figurín.) Si he de decir la verdad, yo no entiendo esto. No sé cómo se han de unir atrás los faldones de la casaca de guardia francesa.
MILAGROS.—(Con cierto aturdimiento, al cual se sobrepone poco a poco su gran juicio.) Dejemos a un lado los figurines. Seguirlos servilmente lleva a lo afectado y estrepitoso. Empecemos por la elección de tela. ¿Elige usted la muselina blanca con viso de foulard? Pues entonces no puede adoptarse la casaca.
ROSALÍA.—(Con decisión.) No; escojo resueltamente el gros glasé, color cenizas de rosa. Sobrino me ha dicho que le devuelva el que me sobre. El gros glasé me lo pone a veinticuatro reales.
MILAGROS.—(Meditando.) Bueno: pues si nos fijamos en el gros glasé, yo haría la falda adornada con cuatro volantes de unas cuatro pulgas; ¿a ver?, no; de cinco o seis, poniéndolo al borde un bies estrecho de glasé verde naciente… ¿Eh?
ROSALÍA.—(Contemplando en éxtasis lo que aún no es más que una abstracción.)Muy bien… ¿Y el cuerpo?
MILAGROS.—(Tomando un cuerpo a medio hacer y modelando con sus hábiles manos en la tela las solapas y los faldones.) La casaca guardia francesa va abierta en corazón, con solapas, y se cierra al costado sobre el tallo con tres o cuatro botones verdes… aquí. Los faldones… ¿me comprende usted?, se abren por delante… así… mostrando el forro, que es verde como la solapa; y esas vueltas se unen atrás con ahuecador… (La dama, echando atrás sus manos, ahueca su propio vestido en aquella parte prominentísima, donde se han de reunir las vueltas de los faldones de la casaca.) ¿Se entera usted?… Resulta monísimo. Ya he dicho que el forro de esta casaca es de gros verde y lleva al borde de las vueltas un ruche de cinta igual a la de los volantes… ¿qué tal? ¡Ah!, no olvide usted que para este traje hace falta camiseta de batista bien plegadita, con encaje valenciennes plegado en el cuello… los puños holgaditos, holgaditos; que caigan sobre las muñecas.
ROSALÍA.—¡Oh!… camisetas tengo de dos o tres clases…
MILAGROS.—He visto la que le ha venido de París a Pilar San Salomó con el traje para comida y teatro… (Con emoción estética, poniendo los ojos en blanco.)¡Qué traje! ¡Cosa más divina…!
ROSALÍA.—(Con ansioso interés.) ¿Cómo es?
MILAGROS.—Falda de raso rosa, tocando al suelo, adornada con un volante cubierto de encaje. ¡Qué cosa más chic! Sobre el mismo van ocho cintas de terciopelo negro.