Гальдос Бенито Перес - La Fontana de Oro стр 6.

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Era éste un joven de estatura más que regular, erguido, delgado, de cabeza grande y modales desenvueltos y francos. Tenía el rostro bastante grosero, y la cabeza poblada de encrespados cabellos. Su boca era grande, y muy toscos los labios; pero en el conjunto de la fisonomía había una clara expresión de noble atrevimiento, y en su mirada profunda la penetración y el fuego de los ingenios de la antigua raza.

Comenzó á hablar relatando un suceso de la sesión anterior, que había dado ocasión á que salieran de la Fontana Garelli, Toreno y Martínez de la Rosa. Indicó las diferencias de principios que en lo sucesivo habían de separar á los moderados de los exaltados, y pintó la situación del Gobierno con exactitud y delicadeza. Pero cuando con más robusta voz y elocuencia más vigorosa hacía un cuadro de las pasadas desdichas de la nación, ocurrió un incidente que le obligó á interrumpir su discurso. Era que se oía en la calle fuerte ruido de voces, el cual creció formando gran algazara. Muchísimos se levantaron y salieron. El auditorio empezó á disminuir, y al fin disminuyó de tal modo, que el orador no tuvo más remedio que callarse.

Cortado y colérico estaba el andaluz cuando bajó de la tribuna. [Nota 1: El mismo Alcalá Galiano refiere con mucha franqueza este suceso en sus anotaciones á Historia de España, por Durham.] El tumulto aumentaba fuera, y por fin no quedaron en el café sino cinco ó seis personas. Estas querían satisfacer la curiosidad, y acompañadas del mismo Galiano, salieron también.

En diez minutos la Fontana se quedó sin gente, y el rumor exterior pasaba, se oía cada vez más lejano, porque andaba á buen paso la oleada de pueblo que lo producía. Todas las señales eran de que había comenzado una de aquellas asonadas tan frecuentes entonces.

Era ya tarde: los quinqués habían llegado al tercer período de su reverberación dificultosa, es decir, estaban en los instantes precursores de su completo aniquilamiento, y las mechas despedían humo más hediondo y abundante. Uno de los mozos se había marchado á dormir; otro roncaba junto á la puerta, y el tercero había salido con los parroquianos. A lo lejos se oía un eco de voces siniestras, las voces del tumulto popular, que rodaba por la villa agitándola toda.

El cafetero continuaba inmóvil en su trípode. Dos luminosos puntos de claridad verdosa brillaban detrás de él. Era Robespierre que se acercaba á su amo, y saltando por encima de sus hombros, se ponía delante para recibir una caricia. El hombre del café le pasó la mano afectuosamente por el lomo, y el animal, agradecido, alzó el rabo, arqueó el espinazo, se lamió los bigotes, y después de estirarse muy á la sabor, se volvió á su rincón, donde se agazapó de nuevo.

Frente por frente al mostrador, y en el más obscuro sitio del café, principió á destacarse una figura humana, invisible hasta entonces. Esta persona salía de la sombra, y avanzando lentamente hacia el mostrador, entraba en el foco de la escasa luz que aclaraba el recinto, siendo posible entonces observar las formas de aquel silencioso y extraño personaje.

Era un hombre de edad avanzada; pero en vez de la decrepitud propia de sus años, mostraba entereza, vigor y energía. Su cara era huesosa, irregular, sumamente abultada en la parte superior; la frente tenía una exagerada convexidad, mientras la boca y los carrillos quedaban reducidos á muy mezquinas proporciones. A esto contribuía la falta absoluta de dientes, que, habiendo hecho de la boca una concavidad vacía, determinaba en sus labios y en sus mejillas depresiones profundas que hacían resaltar más la angulosa armazón de sus quijadas. En su cuello, los tendones, huesos y nervios formaban como una serie de piezas articuladas, cuyo movimiento mecánico se observaba muy bien, á pesar de la piel que las cubría. Los ojos eran grandes y revelaban haber sido hermosos. Por extraño fenómeno, mientras los cabellos habían emblanquecido enteramente, las cejas conservaban el color de la juventud, y estaban formadas de pelos muy fuertes, rígidos y erizados. Su nariz corva y fina debió también haber sido muy hermosa, aunque al fin por la fuerza de los años, se había afilado y encorvado más, hasta el punto de ser enteramente igual al pico de un ave de rapiña. Alrededor de su boca, que no era más que una hendidura, y encima de sus quijadas, que no eran otra cosa que un armazón, crecía un vello tenaz, los fuertes retoños blancos de su barba que, afeitada semanalmente en cuarenta años, despuntaban rígidos y brillantes como alambres de plata. Hacían más singular el aspecto de esta cara dos enormes orejas extendidas, colgantes y transparentes. La amplitud dé estos pabellones cartilaginosos correspondía á la extrema delicadeza timpánica del individuo, la cual, en vez de disminuir, parecía aumentar con la edad. Su mirada era como la mirada de los pájaros nocturnos, intensa, luminosa y más siniestra por el contraste obscuro de sus grandes cejas, por la elasticidad y sutileza de sus párpados sombríos, que en la obscuridad se dilataban mostrando dos pupilas muy claras. Estas, además de ver mucho, parecía que iluminaban lo que veían. Esta mirada anunciaba la vitalidad de su espíritu, sostenido á pesar del deterioro del cuerpo, el cual era inclinado hacia adelante, delgado y de poca talla. Sus manos eran muy flacas, pudiéndose contar en ellas las venas y los nervios; los dedos parecían, por lo angulosos y puntiagudos, garras de pájaro rapaz.

La piel de la frente era amarilla y arrugada como las hojas de un incunable; y mientras hablaba, esta piel se movía rápidamente y se replegaba sobre las cejas formando una serie de círculos concéntricos alrededor de los ojos, que remataban en semejanza con un lechuzo. Vestía de negro, y en la cabeza llevaba una gorrilla de terciopelo.

Cuando este hombre estuvo cerca del mostrador, levantóse el cafetero con recelo, se fué á la puerta de la calle y escuchó atentamente algún tiempo; volvió, se asomó á un ventanillo que daba al patio, y después repitió la misma operación en una puerta que daba á la escalera. De los tres mozos del café, uno solo estaba allí, roncando sobre un banco: el amo le despertó y le despidió. Atrancada bien la puerta, volvió aquel á su trípode, y estableciéndose en ella, miró al del gorro, como si esperara de él una gran cosa.

¡Buena la han armado!—dijo en voz alta, seguro de no ser escuchado por voces extrañas—¡Otro alboroto esta noche! Y dicen que la Guardia Real prepara un gran tumulto. Usted, D. Elías, debe saberlo.

–Deje usted andar, amigo; deje usted andar, que ya llegarán,—dijo el flaco con voz sonora y profunda.

Y metiendo la mano en el bolsillo, sacó un pequeño envoltorio que, por el sonido que produjo al ser puesto sobre la mesa, indicaba contener dinero. El cafetero miró con singular expresión de cariño el envoltorio, mientras el viejo lo desenvolvió con mucha cachaza, y sacando unas onzas que dentro había, comenzó á contar.

Al ruido de las monedas, Robespierre abrió los ojos; y viendo que no era cosa que le interesaba, los volvió á cerrar, quedándose otra vez dormido. El viejo contó diez medias onzas, y se las dió al del café.

–Vamos, señor D. Elías—dijo éste descontento.—¿Qué hago yo con cinco onzas?

–Por cinco onzas se vende la diosa misma de la libertad,—replicó Elías sin mirar al cafetero.

–Quite usted allá: aquí hay patriotas que no dirán "viva el Rey" por todo el oro del mundo.

–Si: es mucha entereza la de esos señores—exclamó Elías con un acento de ironía que debía de ser el acento habitual de su palabra.

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