Definitivamente la vida ya no era lo que solía ser y nunca habría marcha atrás. La única opción que le quedaba era aceptar su realidad del presente.
Caitlin tomó del brazo a Caleb y lo condujo hasta las puertas del frente. Los Coleman. Sabía dónde vivían, y además, era lógico que Sam estuviera quedándose con ellos. Si no estaba en la escuela en ese momento, probablemente estaría en la casa de aquella familia. Ahí era adonde tendrían que ir a buscar a su hermano.
Salieron de la escuela y percibieron de inmediato el aire fresco. Caitlin se maravilló de lo bien que se sentía salir caminando de la preparatoria una vez más, y esta vez, para siempre.
*
Caitlin y Caleb atravesaron el jardín de los Coleman; la nieve crujía bajo sus pies. La casa no era muy imponente; en realidad, era un modesto rancho junto a una carretera rural. Pero detrás de la construcción principal, al fondo de la propiedad, había un establo. Sobre el césped, Caitlin vio estacionadas en desorden varias camionetas viejas, así como huellas en el hielo y la nieve; entonces supo que, poco antes, hubo mucho movimiento para entrar al establo.
Eso era lo que hacían los chicos en Oakville: pasaban el rato en los establos de otras familias. Oakville era una comunidad rural pero también suburbana, lo cual les brindaba a los jóvenes la oportunidad de quedarse en algún lugar suficientemente alejado de la casa de sus padres para que estos no se enteraran o no les importara lo que sus hijos hacían. El establo era mucho mejor que ocultarse en un sótano porque, además, tus padres no se enteraban de nada, y tenías tu propia entrada. Y salida.
Caitlin respiró hondo, se dirigió al establo y deslizó la pesada puerta de madera.
Lo primero que percibió fue el olor. Era mariguana. Las nubes de humo cubrían el aire.
A eso, había que sumar el aroma a cerveza rancia. Demasiada.
Pero lo que más le impactó, fue el hedor que percibió de un animal. Sus sentidos se habían desarrollado tanto, que la presencia del aquel ser, los invadió por completo. Fue como si hubiera inhalado amoniaco.
Caitlin volteó a su lado derecho y enfocó la mirada. En la esquina había un Rottweiler grande que se sentó lentamente, la miró y le gruñó. El gruñido se tornó en un grave sonido gutural. Ahora lo recordaba. Era Butch, el nefasto perro de los Coleman. Como si una familia así de desastrosa, necesitara un siniestro animal que se sumara a la foto.
Los Coleman siempre habían sido problemáticos. Eran tres hermanos de 17, 15 y 13 años. En algún momento, Sam se había hecho amigo de Gabe, el hermano de en medio. Cada uno era peor que el siguiente. Su padre los había abandonado tiempo atrás para irse Dios sabe a dónde. Su madre nunca los cuidaba. Se podría decir que se criaron solos. A pesar de sus edades, siempre estaban borrachos, drogados o de pinta.
A Caitlin le molestaba que Sam se juntara con ellos; era una amistad que no podría aportarle nada bueno.
Se escuchaba música en el fondo. Era Pink Floyd. Wish You Were Here.
Gente, pensó Caitlin.
A pesar de que afuera era un día muy lindo, dentro del establo estaba muy oscuro. Le llevó algo de tiempo acostumbrarse a la poca luz.
Ahí estaba Sam, sentado en medio de un sofá viejo y rodeado de unos doce muchachos. Tenía a Gabe de un lado y a Brock del otro.
Estaba agachado sobre una pipa de agua. Estaba terminando de inhalar; soltó la pipa, se echó hacia atrás y contuvo el aliento para dar el golpe. Fue demasiado tiempo, al final, exhaló.
Gabe lo estaba filmando. Sam volteó hacia arriba y fijó la borrosa mirada en Caitlin. Tenía los ojos rojos.
Un espantoso dolor le atravesó el estómago a la chica. Eso iba más allá de la desilusión. Pensó que todo era su culpa y recordó la última vez que se vieron en Nueva York, el día que discutieron. Pensó en la brusquedad de sus últimas palabras: ¡Entonces vete!, le había gritado. ¿Por qué tenía que decir cosas así?, ¿por qué no había tenido la oportunidad de retractarse?
Ahora era demasiado tarde. Si hubiera elegido otras palabras, tal vez las cosas serían distintas en ese momento.
También estaba furiosa. Con los Coleman, con todos los chicos en aquel establo que estaban sentados en sofás viejos, sillas y pacas de heno; fumando y bebiendo, tirando sus vidas a la basura. Tenían la libertad de hacerlo, pero no de arrastrar a Sam con ellos. Él era mejor persona, sólo le había hecho falta una guía. Nunca tuvo una imagen paterna ni recibió amor de su madre. Era un gran chico y ella sabía que podría ser el mejor de su clase si tan sólo hubiera tenido la oportunidad de vivir en un hogar medianamente estable. Pero llegó a un punto del que ya no pudo volver. Todo había dejado de importarle.
Caitlin dio varios pasos hacia él.
—¿Sam? —preguntó.
Él la contempló sin decir una sola palabra.
Era difícil definir lo que había en su mirada. ¿Eran las drogas?, ¿estaba fingiendo indiferencia?, ¿o en verdad no le importaba nada?
La apatía en su rostro fue lo que la lastimó más que nada. Había imaginado que estaría feliz al verla, que se levantaría y le daría un gran abrazo. Pero no se esperaba nada de esto; de la indiferencia. Era como si fueran desconocidos. ¿Estaría actuando para verse cool frente a sus amigos?, ¿o tal vez ella lo había arruinado todo y para siempre?
Pasaron varios segundos y luego Sam desvió la mirada. Le pasó la pipa a uno de los otros muchachos os e ignoró a su hermana.
—¡Sam! —dijo Caitlin con más fuerza. Tenía las mejillas encendidas por el enojo— ¡Te estoy hablando!
Escuchó las risas de sus amigos los perdedores y sintió que la ira le invadía el cuerpo. También percibió algo nuevo dentro de sí; era un instinto animal. El enojo estaba llegando a tal punto de ebullición, que, en unos minutos más, sería incontrolable. Entonces le dio miedo pensar que estaba a punto de cruzar la línea. Ya no era algo humano sino animal.
Aquellos chicos eran muy corpulentos, pero el poder que ahora corría por sus venas le indicó que podría acabar con cualquiera de ellos en un instante. Le estaba costando demasiado trabajo contener la furia, pero esperaba tener la fuerza suficiente para hacerlo.
En ese momento, el Rottweiler contuvo el gruñido y comenzó a acercarse a ella poco a poco. Era como si hubiera sentido que algo se avecinaba.
Entonces Caitlin notó que alguien le tocaba el hombro con suavidad. Era Caleb; seguía ahí. Se había dado cuenta de que estaba punto de perder el control; era el instinto animal que existía entre ambos. Trató de apaciguarla, le dijo que se calmara, que contuviera sus deseos. Su presencia reconfortó a la chica, pero no fue fácil.
Sam volteó a verla. Había un aire de desafío en su mirada, seguía molesto. Era obvio.
—¿Qué quieres? —le preguntó con brusquedad.
—¿Por qué no estás en la escuela? —fue lo primero que ella se escuchó decir. No estaba segura de por qué lo había preguntado, en particular, habiendo tantas otras cosas que deseaba saber. Pero el instinto maternal surgió y eso fue lo único que se le ocurrió decir.
Más risitas. El enojo de Caitlin aumentó.
—¿Y a ti qué te importa? —contestó Sam— ¿Me dijiste que me fuera?
—Lo siento —dijo ella—, no quise hacerlo.
Le dio gusto tener la oportunidad de decirlo.
Pero eso no pareció convencerlo. Siguió mirándola.
—Sam, necesito hablar contigo en privado —agregó Caitlin.
Quería sacarlo de aquel ambiente y llevarlo a tomar aire fresco para estar solos, a algún lugar en donde pudieran hablar de verdad. No sólo quería saber sobre su padre, también quería hablar con él como solían hacerlo. Quería darle la noticia sobre la muerte de su madre. Con delicadeza.
Pero se dio cuenta de que las cosas no podrían ser así. Todo se desplomaba en una espiral interminable. La energía que había en aquel oscuro establo era demasiado maligna y violenta. Ella estaba a punto de perder el control porque, a pesar de la mano de Caleb, no sería capaz de contener lo que se estaba apoderando de su ser.