Ahora cualquier posibilidad de libertad que hubieran tenido estaba destruida.
Mientras Darius caminaba, con la agonía de las heridas y los moratones, de las cadenas de hierro que se clavabna en su piel, miraba a su alrededor y empezaba a preguntarse dónde estaba. se preguntaba quiénes eran aquellos otros prisioneros y hacia dónde los llevaban a todos. Mientras los observaba, se dio cuenta de que todos eran más o menos de su edad y todos parecían estar extraordinariamente en forma. Como si todos ellos fueran guerreros.
Giraron una curva en el oscuro túnel de piedra y, de repente, se encontraron con la luz del sol, que se colaba por las barras de hierro de la celda de más adelante, al final del túnel. A Darius lo empujaron bruscamente, le golpearon con un garrote en las costillas, se precipitó hacia delante con los demás hasta que se abrieron las barras y, con una última patada, salió a la luz del sol.
Darius tropezó junto a los demás y cayeron en grupo sobre el barro. Darius escupió barro de su boca y levantó las manos para protegerse de la fuerte luz del sol. Algunos fueron a parar encima de él rodando, todos ellos enredados con las cadenas.
“¡De pie!” gritó un capataz.
Iban caminando de chico en chico, golpeándolos con los garrotes, hasta que al final Darius consiguió ponerse de pie junto a los demás. Tropezaba mientras los otros chicos, que estaban encadenados a él, intentaban recuperar el equilibrio.
Estaban de pie de cara al centro de un patio de barro circular, quizás de unos quince metros de diámetro, rodeado de altos muros de piedra, con las barras de las celdas alrededor de sus aberturas. De cara a ellos, en el centro, con el ceño fruncido, estaba un capataz del Imperio, claramente su comandante. Tenía un aspecto amenazante, era más alto que los demás, con sus cuernos y su piel amarillos y sus brillantes ojos rojos, sin camiseta, con los músculos protuberantes. Llevaba armadura en las piernas, botas, piel con tachones alrededor de las muñecas. Llevaba el rango de un oficial del Imperio y andaba arriba y abajo, examinándolos a todos con desaprobación.
“Me llamo Morg”, dijo, con una voz oscura, que resonaba con autoridad. “Os dirigiréis a mí como señor. Soy vuestro nuevo carcelero. Ahora soy toda vuestra vida”.
Mientras caminaba de un lado a otro, su respiración parecía más bien un gruñido.
“Bienvenidos a vuestro nuevo hogar”, continuó. “Vuestro hogar provisional, de hecho. Pues antes de que la luna esté arriba, todos vosotros estaréis muertos. De hecho, yo tendré el gran placer de veros morir a todos”.
Sonrió.
“Pero mientras estéis aquí”, añadió, “viviréis. Viviréis para complacerme. Viviréis para complacer a los demás. Viviréis para complacer al Imperio. Ahora sois nuestros objetos de entretenimiento. Nuestros objetos para el espectáculo. Nuestro entretenimiento significa vuestra muerte. Y lo llevaréis a cabo bien”.
Hizo una sonrisa cruel y mientras continuaba paseando, los examinaba. En la distancia se oyó un gran grito proveniente de algún lugar y todo el suelo tembló a los pies de Darius. Sonaba como el grito de cien mil ciudadanos sedientos de sangre.
“¿Oís aquel grito?” preguntó. “Es el grito de la muerte. Una sed de muerte. Allí, tras aquellos muros, se encuentra el gran circo. En aquel circo, lucharéis con otros, lucharéis entre vosotros, hasta que no quede ninguno de vosotros”.
Suspiró.
“Habrá tres rondas de batalla”, añadió. “En la última ronda, si alguno de vosotros sobrevive, se os regalará la libertad, se os regalará la oportunidad de luchar en el mayor de los circos. Pero no tengáis muchas esperanzas: nadie ha sobrevivido jamás hasta ahora.
“No moriréis rápidamente”, añadió. “Estoy aquí para asegurarme de ello. Quiero que muráis lentamente. Quiero que seáis grandes objetos de entretenimiento. Aprenderéis a luchar, y aprenderéis bien, para alargar nuestro placer. Porque ya no sois hombres. No sois esclavos. Sois menos que esclavos: ahora sois gladiadores. Bienvenidos a vuestro nuevo, y último, papel. No durará mucho”.
CAPÍTULO CINCO
Volusia caminaba a través del desierto, con sus cientos de miles de hombres detrás de ellas, el ruido de sus botas al caminar llenaba el cielo. Era un sonido dulce para sus oídos, un sonido de progreso, de victoria. Al echar un vistazo mientras caminaba, le satisfacía ver los cadáveres en fila en el horizonte, por todas partes en las arenas duras y secas en la silueta de la capital del Imperio. Miles de ellos, esparcidos, completamente inmóviles, tumbados de espaldas y mirando hacia el cielo con agonía, como si hubieran sido arrasados por un maremoto.
Volusia sabía que no había sido un maremoto. Habían sido sus hechiceros, los Voks. Habían lanzado un maleficio muy poderoso y habían matado a todos aquellos que ellos pensaban que podían tenderle una emboscada y matarla.
Volusia sonreía con aires de superioridad mientras caminaba, viendo su obra, deleitándose por este día de victoria, por haber sido más lista, una vez más, que aquellos que querían matarla. Todos ellos eran líderes del Imperio, todos grandes hombres, todos hombres que nunca antes habían sido derrotados y lo único que se interponía entre ella y la capital. Ahora allí estaban, todos aquellos líderes del Imperio, todos los hombres que habían osado desafiar a Volusia, todos los hombres que habían pensado que eran más listos que ella -todos ellos muertos.
Volusia caminaba entre ellos, a veces esquivaba los cuerpos, a veces pasaba por encima de ellos y a veces, cuando le apetecía, los pisaba directamente. Le producía una gran satisfacción sentir la carne del enemigo bajo sus botas. Le hacía sentir de nuevo como una niña.
Volusia miró hacia arriba y vio la capital allí delante, su enorme cúpula de oro brillaba claramente en la distancia, vio los enormes muros que la rodeaban, de unos treinta metros de altura, se fijó en su entrada, enmarcada por elevadas puertas arqueadas de oro y sintió cómo la emoción de su destino se desplegaba ante ella. Ahora, nada se interponía entre ella y su sede de poder final. Ningún político, líder o comandante se podía cruzar en su camino reclamando gobernar el Imperio aparte de ella. La larga caminata, tomar una ciudad tras otra durante todas estas lunas, reunir a su ejército de ciudad en ciudad –finalmente, todo era para llegar a esto. Justo más allá de aquellos muros, justo más allá de aquellas puertas de oro brillantes, estaba su última conquista. Pronto, estaría dentro, asumiría el trono de poder y, cuando lo hiciera, no habría nadie ni nada que la detuviera. Tomaría el control de todos los ejércitos del Imperio, de todas sus provincias y todas sus regiones, los cuatro cuernos y las dos puntas y, finalmente, hasta la última criatura del Imperio la tendría que declarar a ella –una humana– su comandante suprema.
Incluso más, tendrían que llamarla Diosa.
Pensar en ello la hacía sonreír. Levantaría estatuas de ella misma en cada ciudad, delante de cada centro de poder; pondría su nombre a festividades, haría que la gente se saludara con su nombre y el Imperio pronto no conocería otro nombre que no fuera el suyo.
Volusia caminaba al frente de su ejército bajo los soles de la mañana, examinando aquellas puertas de oro y siendo consciente de que este sería uno de los más grandes momentos de su vida. Dirigiendo a sus hombres se sentía invencible – especialmente ahora que todos los traidores de dentro de sus rangos estaban muertos. Que estúpidos que habían sido, pensaba ella, al creer que era tan ingenua, al creer que caería en su trampa; solo porque era joven. Precisamente por su avanzada edad –hasta ahora había podido con ellos. Solo habían conseguido una muerte temprana por subestimar su sabiduría –una sabiduría incluso más grande que la suya.