“¿O sea que se lo entregaste a cambio?”
“¿Qué piensas que podía hacer?” exigió Marita. “Tú no estabas aquí”.
Y Berin probablemente se sentiría culpable de ello mientras viviera. Marita tenía razón. Quizás si se hubiera quedado, esto no hubiera sucedido. Sin embargo, el sentirse culpable no sustituía al dolor o a la rabia. Tan solo se les añadía. Aquello borboteaba dentro de Berin, parecía algo vivo que luchaba por salir.
“¿Qué pasó con Ceres?” exigió él. Sacudió de nuevo a Marita. “¡Dime!” Quiero la verdad esta vez. ¿Qué hiciste?”
Sin embargo, Marita solo se echó hacia atrás de nuevo y, esta vez, se sentó sobre sus piernas en el suelo y se acurrucó sin ni siquiera alzar la vista para mirarlo. “Descúbrelo por ti mismo. Yo soy la que ha tenido que vivir con esto. Yo, no tú”.
Una parte de Berin deseaba seguir sacudiéndola hasta que le diera una respuesta. Esta parte quería sacarle la verdad a la fuerza, costara lo que costara. Pero él no era ese tipo de hombre y sabía que nunca podría serlo. Solo pensar en ello le repugnaba.
No se llevó nada de la casa cuando se marchó. No había nada allí que quisiera. Cuando miró hacia atrás a Marita, tan envuelta totalmente en su propia amargura por haber abandonado a su hijo, intentó esconder lo que les había pasado a sus hijos, costaba creer que hubiera sucedido.
Berin salió al exterior, sacando con un parpadeo las últimas lágrimas que le quedaban. Cuando el brillo del sol le golpeó se dio cuenta de que no tenía ni idea de lo que iba a hacer a continuación. ¿Qué podía hacer? No podía ayudar a su hijo mayor, ya no, mientras los otros podían estar en cualquier sitio.
“No importa”, se dijo Berin a sí mismo. Sentía que la determinación dentro de él se convertía en algo parecido al hierro con el que trabajaba. “Esto no me detendrá”.
Quizás alguien por allí cerca había visto hacia donde habían ido. Seguro que alguien sabría dónde estaba el ejército y Berin sabía como cualquiera que un hombre que fabricaba espadas podría encontrar siempre un modo de acercarse al ejército.
Y en cuanto a Ceres…algo habría. Tenía que estar en algún lugar. Porque la alternativa era impensable.
Berin echó un vistazo al campo que rodeaba su casa. Ceres estaba por allí en algún lugar. Igual que Sartes. Las siguientes palabras las dijo en voz alta, porque hacerlo parecía convertirlo en una promesa, para sí mismo, para el mundo, para sus hijos.
“Os encontraré a los dos”, juró. “Cueste lo que cueste”.
CAPÍTULO CUATRO
Sartes corría entre las tiendas del campamento del ejército, respirando con dificultad, agarrando el pergamino en su mano y secándose el sudor de los ojos, sabiendo que si no llegaba pronto a la tienda de su comandante, lo azotarían. Se agachaba y zigzagueaba lo mejor que podía, a sabiendas de que su tiempo se estaba agotando. Ya lo habían detenido demasiadas veces.
Sartes ya tenía marcas de quemadura en sus espinillas de las veces que se había equivocado, su escozor era uno más entre muchos ahora. Parpadeaba, desesperado, mientras echaba un vistazo al campamento del ejército, intentando adivinar la dirección correcta para correr entre el interminable entramado de tiendas. Había letreros y estandartes que señalaban el camino, pero él todavía estaba intentando aprenderse los dibujos.
Sartes notó que algo le cogía el pie y a continuación se tambaleó, el mundo pareció ponerse del revés cuando cayó. Por un instante pensó que había tropezado con una cuerda, pero cuando alzó la vista vio a unos soldados riéndose. El que estaba a la cabeza era un hombre más mayor, con barba canosa de varios días y cicatrices de muchas batallas.
Entonces el miedo se apoderó de Sartes, pero también una especie de resignación; así era la vida en el ejército para un recluta como él. No exigió saber por qué el hombre lo había hecho, porque decir algo era un camino seguro hacia una paliza. Por lo que podía ver, prácticamente todo lo era.
En lugar de eso, se puso de pie y se sacudió todo el barro que pudo de la túnica.
“¿Qué estás haciendo, chaval?” exigió el soldado que le había hecho la zancadilla.
“Un encargo para mi comandante, señor”, dijo Sartes, levantando un trozo de pergamino para que el hombre lo viera. Él esperaba que aquello fuera suficiente para mantenerlo seguro. A menudo no lo era, a pesar de las normas que decían que las órdenes tenían prioridad por encima de cualquier otra cosa.
Desde el momento en que llegó allí, Sartes había aprendido que el ejército Imperial tenía un montón de normas. Algunas eran oficiales: sal del campamento sin permiso, niégate a cumplir órdenes, traiciona al ejército y te matarán. Ve por el camino equivocado, haz algo sin permiso y recibirás una paliza. Pero también había otras normas. Normas menos oficiales que era igual de peligroso romper.
“¿De qué encargo se trata?” exigió el soldado. Los demás se iban reuniendo alrededor ahora. En el ejército siempre faltaban fuentes de entrenamiento, así que si había la perspectiva de divertirse un poco a costa de un recluta, la gente prestaba atención.
Sartes hizo lo posible para parecer arrepentido. “No lo sé, señor. Solo tengo órdenes de entregar este mensaje. Puede leerlo si quiere”.
Aquel era un riesgo calculado. La mayoría de los soldados corrientes no sabía leer. Tenía la esperanza de que el tono no le valiera un coscorrón en la oreja por insubordinación, pero intentaba no mostrar miedo. No mostrar miedo era una de las normas que no estaban escritas. El ejército tenía al menos tantas de aquellas normas como de las oficiales. Normas acerca de a quien debías conocer para conseguir comida mejor. Acerca de quien conocía a quien y con quien debías tener cuidado, sin importar el rango. Conocerlas parecía la única manera de sobrevivir.
“¡Bien, entonces será mejor que continúes con él!” gritó el soldado, dando una patada a Sartes para que continuara moviéndose. Los que estaban allí se rieron como si fuera el mayor chiste que jamás hubieran visto.
Una de las más grandes normas no escritas parecía ser que los nuevos reclutas eran un blanco. Desde que llegó, a Sartes le habían dado puñetazos, bofetadas, palizas y empujones. Le habían hecho correr hasta desmayarse, para correr más a continuación. Le habían cargado con tantas herramientas que sentía que apenas podía mantenerse de pie, le habían hecho cargar con ellas, cavar hoyos en el suelo sin razón aparente y trabajar. Había escuchado historias de hombres en las filas a los que les gustaba hacer cosas peores a los nuevos reclutas. Incluso si morían, ¿qué le importaba al ejército? Estaban allí para ser arrojados al enemigo. Todos esperaban que murieran.
Sartes había esperado morir desde el primer día. Al final del mismo, había tenido la sensación incluso de desearlo. Se había acurrucado dentro de la tienda extremadamente delgada que le habían asignado y temblaba, con la esperanza de que el suelo se lo tragara. Increíblemente, el día siguiente había sido peor. Otro recluta nuevo, cuyo nombre Sartes desconocía, había sido asesinado aquel día. Lo habían atrapado intentando escapar y les hicieron mirar a todos su ejecución, como si se tratara de algún tipo de lección. La única lección que Sartes había podido ver era lo cruel que el ejército era con cualquiera que mostrara que tenía miedo. Entonces fue cuando empezó a intentar esconder su miedo, sin mostrarlo aunque estuviera allí de fondo casi a cada instante que estaba despierto.
Hizo un rodeo entre las tiendas, cambiando brevemente las direcciones para dejarse caer por una de las tiendas que hacían de cantina donde, un día antes, uno de los cocineros había necesitado ayuda para escribir un mensaje para mandar a casa. El ejército apenas alimentaba a sus reclutas y Sartes sentía cómo su estómago rugía ante la expectativa de comida, pero no comió lo que llevaba con él mientras corría hacia la tienda de su comandante.