—Esa no es una palabra que me guste usar aquí —dijo la Dra. Yalestrom—. Creo que, a menudo, el comportamiento que etiquetamos como loco existe por una buena razón. Lo que sucede es que, a menudo, esas razones solo tienen sentido para la persona afectada. La gente hará cosas para protegerse a sí misma de situaciones que son demasiado difíciles de manejar, que parecen… insólitas.
—¿Piensa que es eso lo que estoy haciendo con esas visiones? —preguntó Kevin. Negó con la cabeza—. Son reales. No me las invento.
—¿Puedo decirte lo que pienso, Kevin? Creo que una parte de ti podría estar apegado a esas “visiones” porque te ayuda a pensar que tu enfermedad podría estar sucediendo por alguna especie de bien mayor. Creo que tal vez estas “visiones” realmente son tú intentando encontrarle el sentido a tu enfermedad. Las imágenes que hay en ellas… hay un lugar raro que no es como el mundo normal. ¿Eso podría representar el modo en el que han cambiado las cosas?
—Supongo —dijo Kevin. No estaba convencido. Las cosas que había visto no iban de un mundo en el que él no tenía su enfermedad. Iban de un lugar que no comprendía en absoluto.
—Pero tienes la sensación de una fatalidad inminente con fuego y luz —dijo la Dra. Yalestrom—. La sensación de que las cosas llegan a su fin. Incluso tienes una cuenta atrás, que incluye números.
Los números no eran parte de la cuenta atrás; solo era el ritmo lento, que poco a poco era más rápido. Kevin sospechaba que ahora no iba a convencerla de eso. Cuando los adultos habían decidido cuál era la verdad sobre algo, él no iba a poder hacerles cambiar de opinión.
—Entonces, ¿qué puedo hacer? —preguntó Kevin—. Si usted piensa que no son reales, ¿yo no debería querer deshacerme de ellas?
—¿Y tú quieres deshacerte de ellas? —preguntó la Dra. Yalestrom.
Kevin se lo pensó.
—No lo sé. Pienso que podrían ser importantes, pero yo no las pedí.
—Del mismo modo que no pediste que te diagnosticaran una enfermedad degenerativa del cerebro —dijo la Dra. Yalestrom—. Quizás esas dos cosas están relacionadas, Kevin.
Kevin ya había pensado que sus visiones estaban relacionadas con la enfermedad de alguna manera. Que tal vez su cerebro había cambiado lo suficiente para ser receptivo a esas visiones. Sin embargo, no creía que eso fuera lo que quería decir la psiquiatra.
—Entonces ¿qué puedo hacer? —preguntó de nuevo Kevin.
—Existen cosas que puedes hacer, no para que se vayan, pero al menos para poder sobrellevarlas.
—¿Como que? —preguntó Kevin. Debía confesar que tuvo un momento de esperanza al pensarlo. No quería que todo esto diera vueltas y más vueltas en su cabeza. Él no había pedido ser el que recibiera mensajes que nadie más entendía, y que eso le hiciera parecer loco cuando hablaba de ellas.
—Puedes intentar buscar cosas que te distraigan de las alucinaciones cuando vengan —dijo la Dra. Yalestrom—. Puedes intentar recordarte a ti mismo que eso no es real. Si tienes dudas, busca maneras de comprobarlo. Tal vez preguntarle a alguien si ve lo mismo. Recuerda, no hay ningún problema con ver lo que veas, pero cómo reacciones a eso depende de ti.
Kevin suponía que podría recordarlo todo. Aun así, no hizo nada para acallar el débil latido de la cuenta atrás, que tamboreaba de fondo, un poco más rápido cada vez.
—Y pienso que tienes que contárselo a la gente que no lo sabe —dijo la Dra. Yalestrom—. No es justo que no los tengas informados de esto.
Tenía razón.
Y había una persona a quien debía hacérselo saber más que a nadie.
Luna.
CAPÍTULO CUATRO
—Entonces —dijo Luna, mientras Kevin y ella se abrían camino por una de las rutas del área recreativa de Lafayette Reservoir, esquivando a los turistas y a las familias que estaban disfrutando del día—, ¿por qué me has estado evitando?
Sin duda Luna iba a ir directo al grano. Era una de las cosas que a Kevin le gustaban de ella. A ella no le gustaba gustarle a él. La gente siempre parecía darlo por sentado. Pensaban que porque era guapa, y rubia, y probablemente material de animadora, si no fuera porque ella pensaba que todo eso era estúpido, que evidentemente eran novios. Daban por sentado que así era cómo funcionaba el mundo.
No estaban juntos. Luna era, desde luego, su mejor amiga. La persona con la que pasaba más tiempo, fuera de la escuela. Probablemente la única persona en el mundo con la que podía hablar de absolutamente cualquier cosa.
Excepto, mira por dónde, esto.
—Yo no he… —Kevin se fue apagando ante la mirada fija de Luna. A ella se le daban bien las miradas. Kevin sospechaba que probablemente practicaba. Había visto a todo el mundo desde abusones hasta propietarios de tiendas maleducados echarse atrás por no mantenerle más la mirada. Ante aquella mirada fija, era imposible mentirle—. De acuerdo, sí, pero es difícil, Luna. Tengo algo… bueno, algo que no sé cómo contarte.
—Oye, no seas tonto —dijo Luna. Se encontró una lata de refresco abandonada y la iba chutando por el camino, pasándosela de un pie a otro con la habilidad que proporciona hacerlo muy a menudo—. Quiero decir, ¿tan malo es? ¿Vas a mudarte? ¿Vas a cambiar de escuela otra vez?
Tal vez notó algo en su gesto, pues se quedó callada durante unos segundos. Ese silencio tenía algo de frágil, como si los dos anduvieran de puntillas para no romperlo. Aun así, tenían que hacerlo. No podían seguir andando así para siempre.
—¿Entonces es malo? —dijo, mandando la lata a una papelera con un último golpe con el pie.
Kevin asintió. Malo era una buena palabra para ello.
—¿Cómo de malo?
—Malo —dijo él—. ¿El embalse?
El embalse era el lugar al que iban los dos cuando querían sentarse y hablar de cosas. Habían hablado de que a Billy Hames le gustaba Luna cuando tenían nueve años y de que el gato de Kevin, Tiger, se estaba muriendo cuando tenían diez. Nada de esto parecía una buena preparación para lo de ahora. Él no era un gato.
Se dirigieron hacia el borde del agua y miraron hacia los árboles del otro extremo, a la gente con sus canoas y sus botes a pedales en el embalse. Comparado con alguno de los sitios a los que iban, este era bonito. La gente daba por sentado que Kevin era el chico del lugar malo de la ciudad que llevaba por el mal camino a Luna, pero era ella la que tenía facilidad para saltar vallas y escalar por edificios abandonados, dejando a Kevin que la siguiera si podía. Aquí, no había nada de eso, solo agua y árboles.
—¿Qué pasa? —preguntó Luna. Se quitó de una patada los zapatos y dejó los pies colgando dentro del agua. A Kevin no le apetecía hacer lo mismo. Ahora mismo, deseaba correr, esconderse. Cualquier cosa para no tener que decirle la verdad. Le daba la sensación de que, cuanto más tiempo pudiera evitar decirle la verdad, más tiempo no sería realmente real.
—¿Kevin? —dijo Luna—. Ahora me estás preocupando. Mira, si no me dices qué es, voy a llamar a tu mamá y lo voy a saber de esta manera.
—No, no hagas eso —dijo Kevin rápidamente—. No estoy seguro de que… mamá lo esté llevando bien.
Luna parecía cada vez más preocupada.
—¿Qué pasa? ¿Está enferma? ¿Estás enfermo tú?
Kevin asintió a lo último.
—Yo estoy enfermo —dijo. Puso la mano sobre el hombro de Luna—. Tengo una cosa que se llama leucodistrofia. Me estoy muriendo, Luna.
Sabía que lo había dicho demasiado rápidamente. Algo así debería tener toda una preparación, un preámbulo adecuado, pero sinceramente, esa era la parte importante.
Ella lo miró fijamente, diciendo que no con la cabeza con evidente incredulidad.
—No, no puede ser, eso es…
Entonces ella lo abrazó, tan fuerte que Kevin apenas podía respirar.
—Dime que es una broma, dime que no es verdad.
—Ya me gustaría que no lo fuera —dijo Kevin. Ahora mismo, no había nada que deseara más que eso.