—La madre que iba a robarte tu derecho natural —puntualizó Angelica—. La reina que iba a exiliarte.
—Aun así… —empezó Ruperto.
Angelica lo cogió por los hombros, con el deseo de poderle hacer entrar en razón—. No hay un aun así —dijo—. Te lo iba a quitar todo. Iba a destrozarte para dárselo todo a su hijo…
—¡Su hijo soy yo! —gritó Ruperto, apartando a Angelica de un empujón. Angelica sabía que ene ese instante debía tener miedo de él, pero lo cierto era que no lo tenía. Al menos, de momento, era ella la que tenía el control.
—Sí, lo eres —dijo Angelica—. Su hijo y su heredero, y ella intentó quitártelo todo. Intentó dárselo a alguien que te habría hecho daño. Prácticamente, fue en defensa propia.
Ruperto negó con la cabeza.
—No… no lo verán así. Cuando se enteren de lo que he hecho…
—¿Por qué iban a enterarse? —preguntó Angelica en un tono perfectamente lógico que fingía no comprender. Se dirigió a uno de los divanes que había allí, se sentó y cogió una copa de vino frío. Le hizo un gesto a Ruperto para que hiciera lo mismo, y este se bebió el suyo con una rapidez que daba a entender que apenas lo había saboreado.
—La gente me habrá visto —dijo Ruperto—. Adivinarán de dónde venía la sangre.
Angelica no pensaba que Ruperto fuera tan estúpido. Pensaba que era un imbécil, evidentemente, incluso un imbécil peligroso, pero no tanto.
—A la gente se la puede comprar, o amenazar, o matar —dijo—. Se la puede distraer con rumores, o incluso convencerla de que se equivocaba. Tengo a gente escuchando indicios de que la gente hable en tu contra, y cualquiera que lo haga será silenciado o quedará como un estúpido, de manera que será ignorado.
—Aun así… —empezó Ruperto.
—No empieces otra vez, mi amor —dijo Angelica—. Tú eres un hombre fuerte y seguro de ti mismo. ¿Por qué te cuestionas a ti mismo con esto?
—Porque esto puede ir mal de muchas maneras —dijo Ruperto—. No soy tonto. Ya sé lo que piensa de mí la gente. Si empiezan los rumores, se los creerán.
—En ese caso, procuraré que no empiecen —dijo Angelica—, o les encontraré un blanco más adecuado. —Alargó el brazo para cogerle una mano—. Cuando te acostabas con la hija de algún noble en el pasado y eras demasiado brusco con ella, ¿te preocupaba su ira?
Ruperto negó con la cabeza.
—Pero si yo nunca he…
—La mentira es tu primera herramienta en esto —dijo Angelica, con calma. Sabía exactamente lo que Ruperto había hecho en el pasado y a quién. Se había encargado de conocer hasta el más mínimo detalle, de manera que pudiera usarlo si debía hacerlo. Al principio, el plan había sido destruir al príncipe cuando se casara con Sebastián, pero ahora podía ser igual de útil.
—No sé por qué sacas esto ahora —dijo Ruperto—. No es relevante. Es…
—La distracción es la segunda —dijo Angelica—. Encontraremos cosas mejores en las que la gente se concentre.
Vio que Ruperto se ponía rojo por la rabia.
—Yo seré tu rey —dijo él bruscamente.
—Y esta es tu tercera herramienta —susurró Angelica, acercándose para besarlo—. Estás a salvo. ¿Lo comprendes, mi amor? O lo estarás. El truco está ahora en asegurar tu posición.
Vio que Ruperto se relajaba visiblemente a medida que la idea iba calando. A pesar de lo muy profundamente que le había afectado haber matado a su madre, sabía cómo escapar de cualquier cosa que hiciera. Al fin y al cabo, llevaba mucho tiempo haciéndolo. O tal vez era la expectativa de poder lo que lo calmaba, el pensar en lo que vendría a continuación.
—Ya he hablado con todos mis aliados —dijo Ruperto.
—Y ahora es el momento de que actúen —respondió Angelica—. Hagámoslos parte de esto desde el principio. La muerte de la Viuda ya es un rumor en la ciudad, y muy pronto se anunciará de manera formal. Ahora las cosas deben avanzar rápidamente. —Lo ayudó a levantarse—. Todo tipo de cosas.
—¿Qué cosas? —preguntó Ruperto. Angelica lo atribuyó a conmoción.
—Nuestra boda, Ruperto —dijo—. Debe tener lugar antes de que la gente tenga ocasión de discutir. Debemos presentarles un frente estable, una dinastía real establecida a la que seguir.
Ruperto se movió sorprendentemente rápido cuando la cogió por el cuello, de nuevo con una rabia que crecía con una rapidez peligrosa.
—No me digas lo que yo debo hacer —dijo—. Mi madre intentó hacerlo.
—Yo no soy tu madre —respondió Angelica, intentando no hacer un gesto de dolor ante la fuerza del agarre—. Pero sí que me gustaría ser tu esposa antes de que se acaba el día. Pensaba que habíamos hablado de eso, Ruperto. Pensaba que era lo que tú querías.
Ruperto la soltó.
—No lo sé. Yo no… yo no había planeado nada de esto.
—¿Ah, no? —preguntó Angelica—. Planeaste tomar el trono. Sin duda sabías los sacrificios que supondría. Aunque me gustaría pensar que casarte conmigo no es una adversidad tan grande.
Volvió hacia él.
—Si quieres, no es demasiado tarde para cancelar las cosas. Dime que me vaya y vaciaré Ashton de las haciendas de mi familia. Si eliges esperar, esperaremos. Evidentemente, en ese caso no tendrías la fuerza de mi familia, o sus aliados. Y no habría nadie que te ayudara a contener todos esos… rumores difíciles.
—¿Me estás amenazando? —exigió Ruperto. Angelica sabía que ese era un juego peligroso. Aun así, iba a jugarlo, pues el verdadero juego al que ella jugaba era mucho más peligroso.
—Simplemente estoy señalando las ventajas que ganas si sigues adelante con esto, mi amor —dijo Angelica—. Cásate conmigo, y puedo hacer que todo esto sea mucho más fácil para ti. es mejor hacerlo hoy que dentro de un mes. Si puedo actuar como tu esposa, ya tengo una razón para protegerte del mundo.
Ruperto se quedó quieto durante unos segundos y, por un instante, Angelica pensó que podría haber calculado mal todo esto. Que, al fin y al cabo, él podría marcharse. Entonces asintió una única y concisa vez.
—Muy bien —dijo él—. Si es importante para ti, lo haremos hoy. Ahora, voy a tomar un poco de aire y empezaré a contactar con nuestros aliados.
Dio la vuelta y salió. Angelica sospechaba que era más probable que fuera en busca de vino que de sus aliados, pero eso no importaba. Probablemente, incluso les beneficiaba. Pronto, ella los tendría haciendo lo que debían, mandando mensajes de parte de su marido.
Llamó a una sirvienta con la campana.
—Asegúrate de que la ropa que llevaba el Príncipe Ruperto cuando entró se quema —le dijo a la chica que entró—. Después busca a una sacerdotisa de la Diosa Enmascarada, e invita a los miembros del consejo íntimo de la Viuda para que se reúnan en palacio. Ah, y manda a alguien a mi modista. Ya debe haber un vestido de boda esperándome.
—¿Mi señora? —dijo la chica.
—¿No estoy hablando con suficiente claridad? —preguntó Angelica—… Mi modista. Venga.
La chica se fue. Era extraño lo estúpida que podía ser la gente a veces. Era evidente que la sirvienta había dado por sentado que Angelica no había hecho ninguna preparación para su propia boda. En cambio, ella había empezado a mandar mensajes para las preparaciones casi tan pronto como tuvo la idea de hacer que Ruperto se casara con ella. Era importante que esta boda lo pareciera lo más posible dada la poca antelación.
Era una pena que no hubiera la oportunidad de tener una ceremonia más grande más tarde, pero había un impedimento más grande para ello: para entonces Ruperto estaría muerto.
El día de hoy había demostrado que eso era necesario de forma más clara de lo que Angelica podía creer. Ella pensaba que Ruperto era un hombre que tenía tanto control sobre sí mismo como ella, pero continuaba tan variable como el viento. No, el plan que ella había establecido era el camino a seguir. Se casaría con Ruperto esa misma noche, lo mataría por la mañana y sería coronada reina antes de que el cuerpo de él estuviera en el suelo.