Морган Райс - Solo los Valientes стр 8.

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El miedo que sentía en el camino era más duro para sus hermanos.

“¿Cuánto crees que falta para llegar?” Preguntó Garet. El hermano menor de Raymond había logrado sentarse en el carro, y Raymond podía ver los moretones que cubrían su cara.

Lofen se sentó más despacio, lucía demacrado después de su tiempo en el calabozo. “No importa lo lejos que esté, no es suficiente,”

“¿Adónde crees que nos llevan?” Preguntó Garet.

Raymond podía entender por qué su hermano pequeño quería saberlo. La idea de ser ejecutado ya era bastante mala, pero no saber lo que estaba pasando, dónde estaría o cómo sería era peor.

“No lo sé,” Raymond se las arregló, y el hecho de hablar le dolía. “Tenemos que ser valientes, Garet.”

Vio a su hermano asentir con la cabeza, mirándose decidido a pesar de la situación en la que se encontraban los tres. A su alrededor, podía ver el campo pasando, con granjas y campos a cada lado del camino y árboles a la distancia. Allí había unas cuantas colinas y unos cuantos edificios, pero parecía que ahora estaban lejos del pueblo. El carro era conducido por un guardia, mientras que otro estaba sentado a su lado, con la ballesta preparada. Otros dos cabalgaban junto al carro, flanqueándolo y mirando a su alrededor como si esperaran problemas en cualquier momento.

El que tenía la ballesta les gritó, “¡Silencio ahí atrás!,”

“¿Qué harás?” respondió Lofen. “¿Ejecutarnos más?”

“Probablemente fue esa bocota tuya la que te hizo merecedor de un trato especial,” dijo el guardia. “La mayoría de los que sacamos del calabozo solo los arrastramos y los matamos como el duque quiere, sin problemas. Sin embargo, tú vas a dónde van los que realmente lo han hecho enojar.”

“¿Dónde es eso?” Raymond preguntó.

El guardia respondió con una sonrisa torcida. “¿Oyen eso, muchachos?” dijo. “Quieren saber a dónde van a ir,”

“Pronto lo verán,” dijo el conductor, tirando de las riendas para que los caballos se movieran más rápido. “No veo por qué debemos decirle algo a criminales como ustedes, excepto que van a recibir todo lo que se merecen.”

“¿Merecer?” exclamó Garet desde la parte de atrás del carro. “No nos merecemos esto. ¡No hemos hecho nada!”

Raymond escuchó a su hermano gritar cuando uno de los jinetes a su lado lo golpeó en los hombros.

“¿Crees que a alguien le importa lo que tienes que decir?,” dijo el hombre. “¿Crees que todos los que hemos llevado por este camino no han tratado de declarar su inocencia? El duque los ha declarado traidores, ¡así que recibirán la muerte de un traidor!”

Raymond quería acercarse a su hermano y asegurarse de que estaba bien, pero las cadenas que lo sujetaban se lo impedían. Pensó en insistir en que en realidad no habían hecho nada excepto tratar de hacer frente a un régimen que había tratado de quitarles todo, pero ese era el punto. El duque y los nobles hacían lo que querían, siempre lo habían hecho. Por supuesto que el duque podía enviarlos a morir, porque así era como funcionaban las cosas ahí.

Raymond se tensó contra sus cadenas ante ese pensamiento, como si fuera posible liberarse por pura fuerza. El metal lo sostuvo fácilmente, desgastando lo poco que quedaba de su fuerza hasta que se desplomó contra la madera.

“Míralos, intentando liberarse,” dijo el ballestero entre risas.

Raymond vio al conductor encogerse de hombros. “Lucharán más cuando les llegue su tiempo.”

Raymond quería preguntarle a qué se refería con eso, pero sabía que no recibiría respuesta alguna, y solo conseguiría un golpe como golpearon a su hermano. Todo lo que podía hacer era sentarse callado mientras el carro continuaba su agitado viaje sobre el camino de tierra. Eso, pensó, era parte de todo este tormento: el no saber nada, y el estar consciente de tu impotencia, con la completa incapacidad para hacer algo, tan siquiera para saber a dónde los llevaban, y mucho menos para hacer que el carro regresara.

Siguió subiendo por los campos, pasando grupos de árboles y espacios en donde había aldeas en completo silencio. El suelo a su alrededor parecía ascender, llevándolos a un lugar en dónde había un fuerte, casi tan viejo como todo el reino, sentado sobre una de las colinas, las piedras desgastadas apenas de pie como testamento al reino que existió antes.

“Ya casi llegamos chicos,” les dijo el conductor, con una sonrisa qué mostraba cuánto disfrutaba esto. “¿Listos para ver lo qué les tiene preparado el Duque Altfor?”

“¿El Duque Altfor?” preguntó Raymond, apenas comprendiéndolo.

“Ese hermano tuyo se las arregló para matar al viejo duque,” dijo el ballestero. “Le aventó una lanza que atravesó su corazón en los pozos, luego corrió como el cobarde qué es. Ahora, ustedes pagarán por sus crímenes.”

En el momento qué dijo eso, Raymond sentía tanto sus sentimientos como sus pensamientos correr. Si Royce en realidad hizo eso, eso significaba que su hermano adoptado había logrado algo enorme para su causa de libertad, y escapó, esas dos cosas eran motivo de celebración. Y, al mismo tiempo, Raymond solo podía imaginar las cosas que el hijo del antiguo duque quisiera hacer en venganza, y sin Royce ahí para recibir su ira, ellos eran los próximos objetivos lógicos.

En ese momento maldijo a Genevieve. Si su hermano no la hubiera visto, nada de esto hubiera pasado, y no era cómo si le importara Royce, ¿no?

“Ah,” dijo el ballestero. “Creo que ya lo están entendiendo.”

Los caballos que jalaban el carro siguieron, moviéndose con el ritmo constante de una criatura qué ya estaba acostumbrada a su tarea, y que sabía por lo menos, que regresaría de su destino.

Subieron la colina, y Raymond podía sentir la tensión creciendo en sus hermanos. Garet estaba viendo de arriba abajo, como si estuviera buscando una manera de escapar y saltar del carro. Si es que pudiera, entonces Raymond esperaba que tomara la oportunidad, corriendo sin ver atrás, aún si supiera que los jinetes lo matarían antes de que diera unos cuantos pasos. Lofen seguía apretando sus manos y relajándolas, susurrando algo qué sonaba como una plegaria. Raymond dudaba qué fuera de alguna ayuda ahora.

Finalmente, llegaron a la cima de la colina y Raymond podía ver todo lo que les esperaba ahí. Era suficiente como para hacer que se sentara de nuevo en el carro, incapaz de moverse.

Había horcas fijadas alrededor de la cima de la colina, crujiendo con el viento, moviendo las cadenas a la sombra de la torre caída. Había cadáveres en ellas, algunos estaban limpios por los carroñeros, otros lo suficientemente intactos para que Raymond pudiera ver las horribles heridas y mordidas que los cubrían, las quemadas y los lugares en donde la piel había sido cortada por lo que parecían cuchillos largos. Había símbolos tallados en algunas partes de la piel, y Raymond pudo reconocer a una de las mujeres que habían arrastrado fuera de su celda hace tiempo, su cuerpo cubierto en símbolos y espirales.

“Picti,” susurró Lofen con temor, pero Raymond veía que incluso eso no era lo peor. Las personas en las horcas tenían heridas que sugerían que habían sido torturadas y asesinadas, expuestas a la furia de cualquier persona salvaje que pasara, pero lo que estaba en la piedra en el centro de la cima de la colina era peor, mucho peor.

La piedra en si era una tabla que había sido esculpida tanto con los símbolos de la gente salvaje, como con signos que podrían haber sido mágicos si esas cosas fueran comunes en estos días. Los restos de un hombre yacían encadenados sobre ella, y la peor parte, la peor parte, era que gemía con una vida agonizante, aunque no tenía derecho a hacerlo. Su cuerpo estaba atado con cortes y quemaduras, marcas de mordeduras y marcas de garras, pero, aun así, de forma imposible, seguía vivo.

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