Висенте Бласко Ибаньес - El paraiso de las mujeres стр 8.

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Edwin se fijó en que esta ave extraordinaria tenía las formas fantásticas de los dragones alados que imaginaron los escultores de la Edad Media al labrar los capiteles y gárgolas de las catedrales. Su cuerpo estaba revestido de escamas metálicas y tenía en su parte delantera una cabeza de monstruo quimérico, con dos globos de faro á guisa de ojos. Sus alas eran á modo de cartílagos erizados de púas. Sobre el lomo del horripilante aeroplano, cuatro hombrecitos iguales á los que se movían en la pradera asomaban sus cabezas cubiertas con un casquete dorado, al que servía de remate una pluma larguísima.

Montados en su máquina, que permanecía inmóvil encima de los ojos de Gillespie, á unos tres metros de altura, estos aviadores acogieron con un regocijo pueril el gesto de asombro que puso el gigante al sentir el tirón que aprisionaba é inmovilizaba su brazo. Pero luego adivinaron en el prisionero una expresión de dolor. Sentía el hilo metálico hundido en su muńeca como el filo de un cuchillo, y al mismo tiempo un fuerte dolor en la articulación del hombro. Para evitar este tormento, los hombrecillos del aeroplano soltaron una cantidad de cable sutil, lo que permitió á Edwin descender su brazo hasta el suelo.

Sólo entonces se dió cuenta de que alrededor de la otra muńeca, así como en torno de sus tobillos, debía tener amarrados unos filamentos semejantes. Tendido de espaldas como estaba y mirando á lo alto, alcanzó á ver otros tres aeroplanos en forma de animales fantásticos, que se mantenían inmóviles al extremo de otros tantos hilos de plata, á una altura de pocos metros. Comprendió que todo movimiento que hiciese para levantarse daría por resultado un tirón doloroso semejante al que había sufrido. Era un esclavo de los extrańos habitantes de esta tierra, y debía esperar sus decisiones, sin permitirse ningún acto voluntario.

Mientras permanecía inmóvil fué examinando lo que le rodeaba. La muchedumbre era cada vez más numerosa en torno de su cuerpo y en las profundidades del bosque. El zumbido de sus palabras y sus gritos iba en aumento. Se presentía la llegada incesante de nuevos grupos. Por entre los cuatro aeroplanos inmóviles al extremo de sus cables volaban otros completamente libres, que se complacían en pasar y repasar sobre la nariz del prisionero. Eran dragones rojos y verdes, serpientes de enroscada cola, peces de lomo redondo, todos con alas, con escamas de diversos colores y con ojos enormes. Gillespie adivinó que eran las luciérnagas que en la noche anterior lanzaban mangas de luz por sus faros, ahora extinguidos.

Una de las naves aéreas detuvo su vuelo para bajar en graciosa espiral, hasta inmovilizarse sobre el pecho del coloso. Asomaron entre sus alas rígidas los cuatro tripulantes, que reían y saltaban con un regocijo semejante al de las colegialas en las horas de asueto…. Al mismo tiempo otros monstruos de actividad terrestre se deslizaron por el suelo, cerca del cuerpo de Gillespie. Eran á modo de juguetes mecánicos como los que había usado él siendo nińo: leones, tigres, lagartos y aves de aspecto fatídico, con vistosos colores y ojos abultados. En el interior de estos automóviles iban sentadas otras personas diminutas, iguales á las que navegaban por el aire.

Parecían venir de muy lejos, y la muchedumbre pedestre abría paso respetuosamente á sus vehículos. Estos recién llegados también reían al ver al gigante, con un regocijo pueril, mostrando en sus gestos y sus carcajadas algo de femenino, que empezó á llamar la atención de Gillespie.

Iba ya transcurrida una hora, y el prisionero empezaba á encontrar penosa su inmovilidad, cuando se hizo un profundo silencio. Procurando no moverse, torció á un lado y á otro sus ojos para examinar á la muchedumbre. Todos miraban en la misma dirección, y Gillespie se creyó autorizado para volver la cabeza en idéntico sentido. Entonces vió, como á dos metros de su rostro, un gran vehículo que acababa de detenerse. Este automóvil tenía la forma de una lechuza, y los faros que le servían de ojos, aunque apagados, brillaban con un resplandor de pupilas verdes.

Dentro del vehículo, un personaje rico en carnes estaba de pie, teniendo ante su boca el embudo de un portavoz. Al fin alguien iba á hablarle. Por esto sin duda acababa de hacerse un profundo silencio de curiosidad y de respeto en la muchedumbre.

Sonó la voz del abultado personaje, que era dulce y temblona como la de una dama sentimental, pero con el agrandamiento caricaturesco de la bocina.

–Gentleman: queda usted autorizado para mover la cabeza, para levantarla, si es que puede, y para cambiar de postura con cierta suavidad, sin poner en peligro á la muchedumbre justamente curiosa que le rodea. En cuanto á mover los brazos ó las piernas, le aconsejo una completa abstención hasta nueva orden. Ya habrá visto usted que su primer intento dió mal resultado. Le ruego que no insista.

Da todas las sorpresas experimentadas por Gillespie desde que despertó, ésta fué la más estupenda. El exiguo personaje hablaba su mismo idioma, pero con un tono afectado, con un esfuerzo por conseguir la corrección, detallando las sílabas, lo mismo que hablan ciertos profesores.

–żCómo sabe usted el inglés?—preguntó Edwin—. żDónde ha podido aprenderlo?…

Una risa aflautada del gordo personaje fué la primera respuesta. Luego pareció arrepentirse de su falta de corrección al contestar con risas á las preguntas, y dijo gravemente:

–ĄOh, Gentleman-Montańa!… ĄVa usted á encontrar en mi patria tantas cosas extraordinarias dignas de su asombro!…

III

De cómo Edwin Gillespie fué llevado á la capital de la República

Hubo un largo silencio. El ingeniero, absorto por el carácter inverosímil de su aventura, no supo qué decir. ĄEran tan numerosos los pensamientos que bullían en su cabeza y las preguntas que iba amontonando su curiosidad!…

El personaje subido en la lechuza rodante interpretó este silencio como una muestra de timidez.

–Puede usted hablar sin miedo, Gentleman-Montańa. De todos los miles de seres que están aquí presentes, los únicos que conocen el inglés somos usted y yo. Los demás sólo hablan el idioma de nuestra raza…. Y para aplacar su curiosidad, le diré cuanto antes que el inglés es la lengua particular de nuestros sabios; algo semejante á lo que fué el latín, según mis noticias, durante algunos siglos, en los países habitados por los Hombres-Montańas. Yo soy el profesor de inglés en la Universidad Central de nuestra República.

Edwin quedó silencioso ante esta revelación.

–Entonces, żestoy verdaderamente en Liliput?—dijo al fin—. żNo es esto un sueńo?

La risa del profesor volvió á sonar con la misma vibración femenil, considerablemente agrandada por el portavoz.

–ĄOh, Liliput!—exclamó—. żQuién se acuerda de ese nombre? Pertenece á la historia antigua; quedó olvidado para siempre. Si usted pudiese hablar nuestro idioma, preguntaría por Liliput á los miles de seres que nos escuchan en este momento sin entendernos, y ninguno comprendería el significado de tal palabra. Nuestra tierra se ha transformado mucho.

Calló un momento para reflexionar, y luego dijo con orgullo:

–Antes éramos nosotros los que nos asombrábamos al recibir la visita de un Hombre-Montańa. Ahora son los Hombres-Montańas los que deben asombrarse al visitar nuestro país. Hemos hecho triunfar revoluciones que ellos seguramente no han intentado aún en su tierra.

Gillespie sintió desviada su curiosidad por estas palabras del profesor.

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