Висенте Бласко Ибаньес - El préstamo de la difunta стр 9.

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No veía á nadie, pero unas manos ocultas en la sombra tiraban de una de sus piernas con fuerza sobrenatural. Hasta creyó oír el crujido de sus músculos y sus huesos. A pesar de que los amigos rodeaban su cama las manos invisibles siguieron tirando de la pierna, mientras él lanzaba rugidos de suplicio.

En la noche siguiente se repitió la misma tortura, acabando con la quebrantada energía del gaucho. Sintió un terror pueril al pensar que este suplicio podía repetirse todas las noches. Se acordaba de lo que había oído contar sobre los tormentos que la justicia aplicaba en otros siglos á los hombres. Iba á perecer descuartizado por aquellas manos invisibles que le oprimían como tenazas, tirando de sus miembros hasta hacerlos crujir.

No dudó ya en emprender el viaje. Necesitaba ir á la tumba del desierto, no sólo para recobrar su tranquilidad; le era más urgente aún librarse del dolor y de la muerte.

Malvendió todos los objetos que había adquirido en su época de abundancia, cuando no sabía en qué emplear los valiosos jornales; cobró varios préstamos hechos á ciertos amigos y de los que no se acordaba semanas antes. Así pudo comprar víveres y una mula vieja considerada inútil para el acarreo del salitre.

Los dueños de las «pulperías» enclavadas en la vertiente de los Andes sobre el Pacífico le vieron pasar hacia la Puna de Atacama con su mula decrépita pero todavía animosa. Tenía la energía de los animales humildes, que hasta el último momento de su existencia aceptan la esclavitud del trabajo. En vano aquellos hombres dieron consejos al gaucho para que volviese atrás. Un viento glacial soplaba en la desierta extensión de la altiplanicie. Los últimos arrieros que acababan de bajar de la Puna declaraban el paso inaccesible para los que vinieran detrás de ellos. Rosalindo seguía adelante.

Todavía encontró en los senderos de la vertiente del Pacífico á un arriero boliviano, con poncho rojo y sombrero de piel, que guiaba una fila de llamas, cada una con dos paquetes en los lomos. Venía huyendo de los huracanes de la altiplanicie.

–No pase—dijo el indio—. Créame y siga camino conmigo. Allá arriba es imposible que pueda vivir un cristiano. El diablo se ha quedado de señor para todo el invierno.

Pero Ovejero necesitaba ir al encuentro del diablo, para hacerse amigo de él y que no lo atormentase más.

Siguió adelante, hasta llegar á la terrible Puna. Entró en el inmenso desierto sin agua y sin vegetación. Se infundía valor comparando su viaje actual con el que había hecho dos años antes. Ahora no iba solo. Una mula llevaba los víveres necesarios para un mes de viaje. Además, podía montar en ella al sentirse cansado, por ser actualmente sus jornadas más largas que cuando pasó á pie por estos mismos sitios.... Pero ¡ay! entonces, aunque no tenía víveres, contaba con el vigor de la coca, ó mejor dicho, con la fuerza de una juventud sana que había ido disolviéndose allá abajo, en la orilla del mar.

Le envolvieron los huracanes fríos de la altiplanicie, que parecían levantados por las alas de aquel demonio glacial, señor del desierto, de que hablaba el indio boliviano. La mula se negaba algunas veces á marchar, temiendo que el huracán la echase al suelo; pero el gaucho se agarraba á su lomo para no verse derribado igualmente por el viento y pinchaba al animal con la punta del cuchillo, obligándola así á reanudar su trote.

«¡Adelante! ¡adelante!» Marchaba como un sonámbulo, concentrando toda su voluntad en el deseo de llegar pronto á la tumba.

Pasó días enteros sin tocar las alforjas de víveres. No sentía hambre, y detenerse á comer representaba una pérdida de tiempo. Hacía alto al cerrar la noche para no perderse en la obscuridad; pero apenas se extendían las primeras luces del amanecer sobre este mundo desierto, reanudaba la marcha. Su pan se lo pasaba á la mula, dándole además generosamente los piensos guardados en un saco sobre las ancas del animal. Podía comerlos todos: lo importante era que continuase marchando.... Pero una mañana, en mitad de la jornada, cuando Ovejero se creía cerca de la tumba, el animal dobló sus patas y acabó por tenderse en el suelo. Fué inútil que lo golpease; y al fin, comprendiendo que no podría contar más con su auxilio, el hombre siguió adelante. Volvería al día siguiente para recoger lo que aún quedaba en las alforjas. Por el momento, lo urgente era llegar hasta la difunta Correa.

Al marchar solo, sin el resguardo proporcionado por el cuerpo de la mula, se vió envuelto en las trombas que giraban sobre la desolada inmensidad, levantando columnas de una arena cortante, polvo de rocas. Repetidas veces tuvo que tenderse, no pudiendo resistir el empuje de los torbellinos. En una de ellas, sintió que el viento tiraba de sus piernas poniéndolas verticales, mientras él se mantenía agarrado á un pedrusco.

Era tal su voluntad de avanzar, que marchó á gatas, aprovechando los intervalos entre las ráfagas. Hubo una larga calma, y entonces caminó verticalmente, reconociendo algunos detalles del paisaje que indicaban la proximidad del lugar buscado por él.

Consideraba como una salvación poder marchar incesantemente. El frío de la altiplanicie había penetrado hasta sus huesos, dejándole yertos los brazos. En torno de su boca el aliento se convertía en escarcha. Los pelos de su bigote y de su barba se habían engruesado con una costra de hielo. Todo el calor de su vida parecía concentrarse en su cabeza y sus piernas.

Ya distinguía la fila de pedruscos semejante á las ruinas de una pared. Después vió el montón que formaba la tumba y los dos maderos en cruz.

Empezaba á soplar de nuevo el huracán cuando llegó ante el rústico mausoleo del desierto. Pero el gaucho parecía insensible á las ferocidades de la atmósfera y de la tierra. Toda su atención la concentraba en sus ojos, y vió al pie de la cruz el mismo bote que servía para recoger las limosnas, la misma piedra que ocupaba su fondo para sostenerlo, todo igual que dos años antes. Únicamente la vasija tenía su metal más oxidado y tal vez la piedra que la sujetaba no era la misma.

«¡Al fin!…» ¡Cómo había deseado este momento!… Intentó quitarse el sombrero antes de hablar con la difunta, pero no pudo. No tenía manos, ni tampoco brazos. Pendían de sus hombros, pero ya no eran de él.

Consideró como un detalle insignificante permanecer con el sombrero calado, y quiso hablar. Pero aunque hizo un esfuerzo extraordinario, no salió de su boca el más leve sonido. Tampoco dió importancia á este accidente. Su pensamiento no estaba mudo, y bastaría para que él y la difunta se entendiesen.

–Aquí estoy, difunta Correa—dijo mentalmente—. He tardado un poco, pero no fué por mi culpa: bien lo sabe usted y su hijito. Traigo el préstamo, con los intereses que le prometí. Son cuarenta pesos.... No he podido traer más.... Me ha sido imposible juntar más....

Fué á sacarlos de su cinto para que los viese la difunta, depositándolos después bajo la piedra, en el mismo lugar donde dejó su recibo, pero sus manos le habían abandonado. Hizo un esfuerzo desgarrador, sin conseguir tampoco que sus brazos se moviesen. ¡Muertos para siempre!… La misma parálisis había empezado á extenderse por sus piernas al quedar inmóviles, sin el cálido aceleramiento de la marcha.

De pronto se doblaron y cayó de rodillas. Luego, sin saber por qué, y contra el mandato de su voluntad, que le gritaba: «¡No te tiendas! ¡no te entregues!», se fué acostando lentamente, como si la tierra tirase de él proporcionándole una voluptuosidad dolorosa.

Quería dormir, pero al mismo tiempo el deseo de dejar bien claras las cuentas le hizo continuar sus explicaciones mentales. Él había traído el dinero: ¿por qué no quería aceptarlo la difunta? «Le digo, señora—continuó—, que no fué culpa mía. Me engañaron todos los que yo envié cuando era tiempo.... Pero ¿es que no quiere usted escucharme?…»

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