Entre estos retratos de los Febrer ilustres veíanse algunos de mujeres. Eran señoras con hinchados guardainfantes que llenaban todo el lienzo, iguales a las damas pintadas por Velázquez. Una que emergía su busto frágil de la campana de terciopelo floreado de sus faldas, con cara puntiaguda y pálida y un lazo descolorido en las rizadas y cortas melenillas, era la hembra notable de la familia, la que habían apodado «la Greca» por su sabiduría en letras helénicas. Su tío, fray Espiridión Febrer, prior de Santo Domingo, gran lumbrera de la época, había sido su maestro, y «la Greca» podía escribir en su idioma a los corresponsales de Oriente que aún mantenían con Mallorca un mortecino comercio.
Jaime encontraba con su vista algunos lienzos más allá—distancia que representaba el paso de un siglo—, otro retrato de hembra famosa de la familia. Era una niña de blanca peluquíta, vestida de mujer, con la falda plegada y los grandes ahuecadores de las damas del siglo xviii. Estaba junto a una mesa, al lado de un búcaro de flores, y sostenía con la exangüe diestra una rosa igual a un tomate, mirando ante ella con ojillos porcelanescos de muñeca. A ésta la habían llamado «la Latina». La cartela del retrato hablaba, en el estilo ampuloso de la época, de su discreción y su ciencia, acabando por llorar su muerte a los once años. Las hembras eran como retoños secos en el tronco vigoroso de los Febrer, peleadores y exuberantes. La sabiduría se agostaba pronto en esta familia de marinos y guerreros, como planta que surge por equivocación en un clima adverso.
Preocupado por sus pensamientos de la noche anterior y por el próximo viaje a Valldemosa, Jaime se detuvo en el recibimiento contemplando los retratos de sus ascendientes. ¡Cuánta gloria… y cuánto polvo! Hacía veinte años tal vez que un trapo misericordioso no se había remontado a lo largo de la ilustre familia para adecentarla un poco. Los abuelos más remotos y las batallas famosas estaban cubiertos de telarañas. ¡Y pensar que los prestamistas no habían querido adquirir este museo de glorias, con el pretexto de que eran pinturas malas! ¡No poder traspasar estos recuerdos a ciertos ricos ansiosos de crearse un origen ilustre!…
Jaime atravesó el recibimiento, entrando en las habitaciones del ala opuesta. Eran piezas de techo más bajo; tenían encima un segundo piso, ocupado en otros tiempos por el abuelo de Febrer; habitaciones relativamente modernas, con muebles viejos de estilo Imperio y en las paredes estampas iluminadas del período romántico representando las desventuras de Átala, los amores de Matilde y las hazañas de Hernán Cortés. Sobre las cómodas ventrudas veíanse santos policromos y crucifijos de marfil, entre polvorientas flores de trapo, bajo campanas de cristal. Una panoplia de ballestas, flechas y cuchillos recordaba a un Febrer, capitán de corbeta del rey, que hizo un viaje alrededor del mundo a fines del siglo xviii. Conchas purpúreas, caracolas de mar enormes, con entrañas de nácar, adornaban las mesas.
Siguiendo un corredor, camino de la cocina, dejó a un lado la capilla, que estaba cerrada muchos años, y al otro la puerta del archivo, vasta pieza cuyas ventanas daban sobre el jardín, y en la que había pasado Jaime, de vuelta de sus viajes, muchas tardes, revolviendo legajos guardados tras el enrejado de alambre de vetustas estanterías. Se asomó a la cocina, inmensa dependencia donde se preparaban en otros tiempos los famosos banquetes de los Febrer, rodeados de parásitos y generosos con todos los amigos que llegaban a la isla. Madó Antonia parecía más pequeña en esta habitación de dilatados términos, junto a la gran chimenea del hogar, que podía admitir un montón enorme de troncos, asando a la vez varias piezas. Los bancos de hornillos podían servir para toda una comunidad. El frío aseo de esta dependencia demostraba su falta de uso. En las paredes, grandes escarpias delataban la ausencia de las vasijas de cobre que habían sido en otros tiempos gloria esplendorosa de esta cocina conventual. La vieja criada hacía sus guisos en un pequeño hornillo al lado de la artesa en la que amasaba el pan.
Jaime dio un grito a madó Antonia para avisarle su presencia, y se introdujo en una habitación inmediata, el pequeño comedor que habían utilizado los últimos Febrer, venidos a menos en su fortuna, huyendo del gran salón donde se celebraban los antiguos banquetes.
También aquí era visible el paso de la miseria. La mesa larga hallábase cubierta con un hule resquebrajado, de dudosa blancura. Los aparadores estaban casi vacíos. La antigua loza, al romperse, había sido reemplazada por unos cuantos platos y jarros de grosera fabricación. Dos ventanas abiertas en el fondo encuadraban pedazos de mar de inquieto azul, palpitante bajo el fuego del sol. En sus rectángulos balanceábanse pausadamente las ramas de unas palmeras. Más allá marcábanse en el horizonte las alas blancas de una goleta que venía hacia Palma lentamente, como una gaviota fatigada.
Entró madó Antonia, dejando sobre la mesa un tazón humeante de café con leche y una gran rebanada de pan cubierta de manteca. Jaime atacó el desayuno con avidez, y al mascar el pan hizo un gesto de desagrado. Madó asintió con un movimiento de cabeza, rompiendo a hablar en su lenguaje mallorquín.
–Muy duro, ¿verdad?… Aquel pan no podía compararse con los panecillos que comía el señor en el Casino; mas la culpa no era de ella. Pensaba haber amasado el día anterior, pero no tenía harina y estaba esperando que el payés de Son Febrer trajese su tributo. ¡Las gentes ingratas y olvidadizas!…
La vieja servidora insistió en su desprecio al labriego cultivador de Son Febrer, predio que constituía la última fortuna de la casa. Todo lo debía el rústico a la benevolencia de la familia, y ahora, en los momentos difíciles, olvidaba a sus buenos señores.
Jaime siguió mascando, con el pensamiento puesto en Son Febrer. Tampoco aquello era suyo, no obstante figurar él como dueño. El predio, situado en el centro de la isla—la mejor finca heredada de sus padres, la que llevaba el nombre de la familia—, lo tenía hipotecado e iba a perderlo de un momento a otro. La renta, escasa y corta, conforme a los usos tradicionales, servíale para pagar únicamente una exigua parte del interés de los préstamos, engrosando el resto la cuantía de la deuda. Quedaban las aldehalas, los pagos en especie que el payés debía hacerle, siguiendo costumbres antiguas, y con ellos se mantenían él y madó Antonia, perdidos en el inmenso caserón que había sido hecho para albergar una tribu. En Navidad y en Pascua de Resurrección recibía una pareja de corderos acompañados de una docena de aves de corral; en el otoño dos cerdos bien cebados para la matanza, y todos los meses huevos y una cantidad de harina, a más de los frutos de la estación. Con estas aldehalas, unas consumidas en la casa y otras vendidas por la sirviente, iban sosteniéndose Jaime y madó Antonia en la soledad del palacio, aislados de la curiosidad pública, como dos náufragos perdidos en un islote. Las ofrendas en especie se retrasaban cada vez más. El payés, con ese egoísmo rústico propenso a huir de la desgracia, hacíase el remolón, evitando el cumplimiento de sus obligaciones. Sabía que el mayorazgo ya no era el verdadero amo de Son Febrer, y muchas veces, al llegar a la ciudad con sus presentes, torcía el camino, yendo a depositarlos en las casas de los acreedores, temibles personajes a los que deseaba tener propicios.