Висенте Бласко Ибаньес - Los argonautas стр 4.

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Fernando la seguía con su vista desde el fondo del lecho, iluminada inferiormente de rojo y con el busto perdido en la penumbra. Bregaba jadeante y frunciendo el ceño con la angostura del corsé, que se resistía a encerrarla en su molde. Siempre ocurría lo mismo: su cuerpo, después de los supremos espasmos, parecía dilatarse en el reposo de la más noble de las fatigas. La veía encerrada en un medallón de seda, vestido interior impuesto por la estrechez de los trajes de moda, con cierto aire masculino y gracioso de doncel medieval, agitando sus crenchas cortas de gruesos bucles negros, su pelo verdadero, libre de los postizos del peinado, que esperaban sobre el mármol de la chimenea el momento del acople. La dama elegante, de gesto altivo e irónico, tomaba en la intimidad un aspecto de paje.

Después él se veía de pie, yendo hacia ella, con la voz ronca y temblona de emoción. «¡Paje adorado!… ¡Y no verte más! ¡Perderte dentro de poco!…»

Pero la amante, arreglándose el pelo ante el espejo, hablaba con una frialdad fingida, temblándole la voz. «Vístete… Vámonos pronto. ¡Y pensar que una noche como ésta tengo que ir con tía al Real!… ¡Qué rabia!»

Un estrépito de metales golpeados arrancó a Ojeda de su ensimismamiento. Esta impresión le hizo temblar, mientras su memoria retrogradaba al presente.

De nuevo se encontró en el invernáculo, ante los pliegos de la carta empezada. Los camareros recogían del suelo las teteras y bandejas, inmóviles poco antes sobre un aparador. El movimiento de las cosas era cada vez más violento. Casi toda la gente había desaparecido mientras soñaba Fernando con los ojos entornados. Algunos sillones mecíanse solos, como si quisieran juguetear entre ellos al verse sin ocupación; las mesas, abandonadas, crujían ladeándose lo mismo que en las evocaciones de espíritus. Sólo quedaba en las ventanas un débil resplandor lívido: la luz eléctrica descendía conquistadora de los techos, invadiendo hasta los últimos rincones. En el salón de lujo, algunas señoras pelirrubias, de mejillas rojas, hacían labores, o con las gafas caladas leían periódicos ilustrados. La música continuaba sonando imperturbable para ellas y los camareros.

Quiso arrancarse Fernando este paladeo de recuerdos melancólicos. «¡A escribir!» Necesitaba terminar la carta, pues al amanecer del día siguiente llegarían a puerto… Pero la música le retuvo, paralizando su voluntad con la vibración de algo conocido. ¿Qué cantaba el violoncelo?… Vio de pronto, como trazada en el aire por los sones graves de dicho instrumento, la varonil figura de Wolfram de Eschembach, el noble trovador consejero de Tannhauser el maldito, y su imaginación puso palabras al canto melancólico de las cuerdas. «¡Oh tú, mi dulce estrella de la tarde, que lanzas desde el fondo del cielo tu suave resplandor!…» El wagneriano canto le hizo recordar otra estrella aparecida en un momento doloroso de su existencia, y de nuevo olvidó el presente y quedó inmóvil en su asiento, como un cuerpo sin alma, como un fakir en rígida meditación, en torno del cual crecen las lianas y se enroscan las serpientes mientras su espíritu vive a miles de leguas.

Se vio en una calle mal alumbrada, levantándose el cuello del gabán mientras ella se estremecía en su abrigo de pieles. Les hacía temblar el brusco tránsito del dormitorio caldeado al vientecillo glacial del anochecer. Salieron de la casa con cierto encogimiento, sin atreverse a mirar los muebles y los cuadros, modesta decoración reunida al azar cuatro años antes. Guardaban demasiados recuerdos para ser contemplados con indiferencia, y ellos se habían propuesto mantener hasta el último momento su fingida serenidad. Ojeda dio unos duros a la portera, que les salía al paso arrebujada en un mantón para abrir los cristales del zaguán. La adelantaba la propina del próximo mes.

–¡Que Dios se lo pague, señoritos! Tápense bien, que hace mucho frío… ¡Hasta mañana, señoritos!

Fernando se conmovió con las palabras de la buena mujer. ¡Cuándo sería ese mañana!… Mañana vendría su viejo criado a levantar la casa, a llevarse aquellos muebles que él le regalaba para evitar la profanación de una venta.

Ella, al dar algunos pasos en la calle, se detuvo y ordenó imperiosamente:

–¡Escupe!…

¿Por qué?… Pasada la sorpresa, él obedeció. Recordaba que en todos sus viajes, cada vez que se creían felices en un lugar, formulaba su amante el mismo deseo. «Escupe para que volvamos.» Equivalía a dejar algo de sus personas que alguna vez había de atraerlos irresistiblemente. Hizo lo mismo ella, y súbitamente tranquilizada se agarró de su brazo. Los menudos pies, montados en altos tacones, vacilaban doloridos cada vez que descendían de la acera al arroyo empedrado con guijarros desiguales. Por esto se apoyaba con fuerza en Ojeda, haciéndole sentir del hombro a la rodilla el adorable y firme contacto de su cuerpo.

–Volverás, Fernando—murmuraba—. Se lo he pedido… a quién tú sabes, y así será. Tú te ríes de estas cosas, tú eres un impío, pero para eso estoy yo: para pedir por ti y que salgas en bien de esta aventura que se te ha metido en la cabeza.

¿Volver a Madrid?… Ojeda recordaba las palabras de su amante cuando al empezar la tarde se habían juntado. Ya que él se iba en la misma noche, ella saldría para París dos días después.

–¡Y así lo haré!—afirmaba la mujer—. ¡Oh, Madrid! ¡cómo lo odio! ¡qué horror quedarme aquí para siempre!… Y bien mirado, lo que temo es vivir en él… sin ti… ¡Pobrecito Madrid! ¡Yo que lo quiero tanto! ¡yo que te he conocido viviendo en él!… Pero no, no podría estar aquí una semana más. Te vería por todos lados; cada calle nos guarda un recuerdo. No; decididamente… lo detesto. Pero tú volverás, dime que volverás pronto. Piensa que has escupido para volver, y eso es importante. No vendrás aquí mismo… conforme… Pero volverás a Europa. ¡Y esto es Europa, Fernando!… Nos juntaremos en París, y si no en Suiza… o si te parece mejor en Italia, o tal vez en Atenas o El Cairo. Todo lo conocemos. ¡Hemos sido felices en tantos lugares!… Pero dime cuándo vas a volver. ¡Dímelo cierto!… ¡no me engañes!

El rostro de Fernando se crispó con una risa dolorosa. ¡Volver! Aún no había emprendido el viaje y al término de él le aguardaba lo desconocido, con sus aventuras y misterios. Volvería pronto; cuando más, tardaría un año. ¡Palabra!

–¡Un año!…—murmuró ella—. ¡Maldito dinero!

Pasaban ante el convento y tuvieron que bajar de la acera cediendo el paso a unas devotas enmantilladas de negro que se dirigían a la iglesia. Ojeda inclinó la cabeza. «¡Adiós, don Miguel!» Se despedía mentalmente del ilustre vecino. Aquél había sido un hombre completo, un hombre representativo de su época: soldado de mar y tierra, cautivo rebelde, héroe ignorado, creyente y mujeriego, adulador sin éxito de nobles y ricos. Sólo había faltado en la vida intensa del gran hidalgo el embarque para las Indias.

En las calles en cuesta que descendían a la Carrera de San Jerónimo, unos terrenos sin edificar dejaban abierto un ancho espacio de cielo entre las casas. Los ojos de los dos se fijaron al mismo tiempo en una estrella que resaltaba sobre las otras con brillo extraordinario. Él, volviendo la mirada hacia su compañera, creyó ver el reflejo del astro, como un punto de luz, en el temblor de una lágrima. A través del velillo del sombrero columbraba su pálido perfil, empequeñecido por un gesto de dolorosa timidez, los labios apretados, las alillas de la nariz dilatadas por la angustia, una raya profunda entre las cejas: la arruga vertical que anunciaba siempre sus preocupaciones y sus enfados.

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