Eran imágenes, recuerdos de cuando era niña, el deseo de haberse ido con él a algún sitio. Era verano, pensó. Recordaba el océano y su profunda calidez. Pero, como siempre, no estaba segura si aquella imagen era real. La línea se desdibujaba cada vez más y no podía recordar con precisión dónde estaba esa playa.
—Lo siento —dijo—. Desearía tener algo, si no por ti, al menos por mí. Pero no es así. No tengo idea de dónde pueda estar ni de cómo encontrarlo.
Caleb miró al río. Respiró hondo y observó el hielo. Sus ojos cambiaron de color una vez más; en esta ocasión, se tornaron color gris.
Caitlin creyó que había llegado el momento, que de pronto voltearía y le daría la noticia: se iba porque ella ya no le servía de nada.
Hasta le dieron ganas de inventar algo, una mentira acerca de su padre, algún indicio que le permitiera mantener a Caleb cerca. Pero sabía que eso era algo que no debía hacer.
Estaba a punto de llorar.
—No lo entiendo —dijo él con suavidad mientras contemplaba el río—. Estaba seguro de que tú eras la elegida.
Se quedó en silencio. A Caitlin la espera se le hacía eterna.
—Y hay algo más que no comprendo —agregó y volteó a verla; sus grandes ojos eran hipnóticos.
—Cuando estoy contigo, percibo algo. Cierta oscuridad. Con otros, siempre puedo ver lo que hemos compartido, las veces que se han cruzado nuestros caminos en las encarnaciones del pasado; pero contigo, todo tiene un velo encima. No puedo ver y eso nunca me había sucedido antes. Es como si alguien me estuviera impidiendo ver más allá.
—Tal vez no tuvimos un pasado juntos —dijo Caitlin.
Él sacudió la cabeza.
—Eso también lo podría ver. Pero contigo es imposible. Tampoco puedo ver nuestro futuro juntos. Nunca me había sucedido, nunca, en tres mil años. Sin embargo, en el fondo, me parece que te recuerdo, que estoy a punto de verlo todo. Está ahí, en algún lugar de mi mente, pero no fluye. Me está volviendo loco.
—Bien, entonces —dijo Caitlin— tal vez no hay nada. Tal vez sólo tenemos el presente, quizá nunca hubo nada más y tal vez nunca lo habrá.
Se arrepintió de inmediato de lo haber dicho eso. Ahí estaba de nuevo; nada más abría la boca y decía estupideces sin pensarlo. ¿Por qué había tenido que hablar de esa manera? Era precisamente lo contrario de lo que pensaba y sentía. Lo que en realidad había querido expresar, era: Sí, yo también siento como si hubiera estado contigo por siempre y que seguiremos juntos toda la vida. Pero no; como siempre, todo tuvo que salirle todo mal. Era porque estaba nerviosa; y lo peor era que ya no había manera de retractarse.
A pesar de todo, las palabras de Caitlin no detendrían a Caleb. Se acercó a ella, levantó una mano y la posó con suavidad sobre su mejilla para retirar su cabello. La miró directamente a los ojos y estableció un vínculo demasiado fuerte.
A ella le palpitó el corazón y la temperatura comenzó a subirle. Tenía la sensación de haberse perdido.
¿Estaría él tratando de recordar?, ¿se preparaba para decir adiós?
¿O tal vez estaba a punto de besarla?
CUATRO
Si acaso había algo que Kyle odiaba más que a los humanos, era a los políticos. No soportaba sus poses, su hipocresía, su mojigatería. Detestaba esa arrogancia sin fundamentos. La mayoría de ellos había vivido, si acaso, un siglo; él tenía cinco mil años de edad. Por eso le repateaba cuando los políticos hablaban de su “experiencia del pasado”.
Fue el destino lo que lo obligó a interactuar con ellos, a verlos cada noche cuando se levantaba de su sueño y salía a la ciudad a través del edificio del Ayuntamiento. Varios siglos atrás, la Cofradía de Blacktide se había establecido debajo del Ayuntamiento de la ciudad de Nueva York, y además, había mantenido una estrecha relación de trabajo con los políticos. De hecho, la mayor parte de ellos, de los que abarrotaban el lugar, en realidad pertenecía en secreto a su cofradía y ejecutaba sus órdenes por toda la ciudad y el estado. Involucrarse y tener tratos con ellos, era un mal necesario.
Sin embargo, la cantidad de políticos que todavía eran humanos, era suficiente para causarle escalofríos al ambicioso vampiro. No soportaba dejarlos entrar en aquel edificio. En particular le molestaba que se acercaran demasiado a él. Caminó e inclinó su hombro para golpear con fuerza a uno de ellos. “¡Hey! Le gritó el hombre, pero Kyle siguió caminando; rechinó la mandíbula y se dirigió a las enormes puertas abatibles al final del corredor.
Si pudiera, los mataría a todos. Pero no le estaba permitido. Su cofradía aún tenía que rendirle cuentas al Consejo Supremo, y por alguna razón, éste todavía se negaba a terminar con ellos. Estaban esperando el momento indicado para exterminar a la raza humana para siempre. A pesar de ese inconveniente, en la historia de los vampiros se podían encontrar algunos momentos muy bellos en los que tuvieron luz verde y estuvieron muy cerca de actuar. En 1350 en Europa, por ejemplo, alcanzaron un consenso y diseminaron la Peste Negra. Fueron muy buenos tiempos; Kyle sonrió al recordarlos.
Hubo otros momentos bastante afortunados, como la Edad Media, cuando a los vampiros se les permitió hacer la guerra sin cuartel por toda Europa, matar y violar a millones. La sonrisa de Kyle se hizo más amplia. Aquellos fueron algunos de los mejores siglos de su vida.
Pero en los últimos cien años, el Consejo Supremo se había debilitado y convertido en una burla. Era casi como si les temieran a los humanos. La Segunda Guerra Mundial no había estado nada mal, pero fue un suceso limitado y breve. Kyle deseaba mucho más. Desde entonces no había surgido ninguna plaga importante y tampoco conflictos bélicos genuinos. Daba la impresión de que los vampiros estaban paralizados, temerosos de la forma en que se había incrementado la cantidad y el poder de los seres humanos.
Ahora, las cosas por fin se estaban poniendo en su lugar. Kyle salió pavoneándose por las puertas del frente, bajó los escalones, salió del edificio del Ayuntamiento y caminó con gracia. Avanzó con más ahínco al pensar en el recorrido que realizaría al Puerto de South Street. Ahí le esperaba un cargamento inmenso. Decenas de miles de cajas llenas de peste bubónica intacta y modificada genéticamente. La habían almacenado en Europa los últimos cien años; fue preservada desde la última epidemia y recientemente, modificada para ser resistente a los antibióticos. Ahora le pertenecía a Kyle y podía hacer con ella lo que le viniera en gana. Como desencadenar una nueva guerra en el Continente Americano; su territorio.
Lo recordarían durante los próximos siglos.
Sólo de pensarlo, comenzó a reír en voz alta, pero debido a su expresión facial, aquella risa parecía más un gruñido.
Por supuesto, tendría que reportarle a su Rexius, es decir, al líder de su cofradía, pero ése era sólo un pormenor técnico. En la práctica, sería Kyle quien dirigiría la maniobra. Los miles de vampiros de su propia cofradía y de las comunidades vecinas, tendrían que reportarle a él, y eso lo haría más poderoso que nunca.
Kyle ya sabía cómo propagaría la peste: primero soltaría un cargamento en Penn Station, otro en Grand Central, y el último en Times Square. Todos estarían programados para liberar la peste al mismo tiempo: la hora pico. Eso calentaría bastante el ambiente. Según sus cálculos, la mitad de Manhattan estaría infectada en unos cuantos días, y una semana después, la enfermedad habría atacado a toda la población. Esa peste se propagaba con facilidad porque había sido diseñada para funcionar como los virus de transmisión aérea.