Морган Райс - Amores стр 9.

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Los patéticos humanos acordonarían la ciudad, por supuesto. Cerrarían los puentes y túneles, así como el tráfico aéreo y fluvial. Eso era exactamente lo que él quería. De esa forma se estarían encerrando para recibir al terror que aún les esperaba. Cuando los humanos estuvieran atrapados y muriendo por la peste, Kyle y sus miles de secuaces desencadenarían una guerra de vampiros jamás vista antes. En unos cuantos días exterminarían a todos los neoyorquinos.

Y entonces la ciudad les pertenecería. No sólo la parte subterránea, sino la de la superficie también. Sería el principio, la llamada para que todas las cofradías, de todas las ciudades, en todos los países, los imitaran. Estados Unidos sería suyo en unas cuantas semanas, o incluso el mundo entero. Y Kyle habriá sido el instigador. Lo recordarían como aquél que sacó a la raza de los vampiros del mundo subterráneo para siempre.

Por supuesto que encontrarían la manera de explotar a los humanos que quedaran vivos. Podrían esclavizarlos y almacenarlos en enormes granjas de cultivo; a Kyle le encantaba la idea. Se aseguraría de engordarlos para que, cada vez que a su raza le dieran ganas de comer, contaran con una infinita variedad de alimentos para elegir. Comida madura. Sí, los humanos servían para ser esclavos, y si se les criaba de la manera adecuada, también podían convertirse en un exquisito alimento.

Kyle salivó sólo de imaginarlo. Le esperaban grandes tiempos, y ahora, nada se interpondría en su camino.

Nada, excepto la maldita Cofradía Blanca que se resguardaba bajo Los Claustros. Sí, esos vampiros iban a ser un dolor de cabeza, pero no tendría que ser algo irremediable. Bastaría con encontrar a esa horrible chica, Caitlin; y a Caleb, el traidor renegado. Ellos lo conducirían hasta la espada. Entonces, la Cofradía Blanca quedaría desprotegida y ya nada le impediría destruirla.

Kyle se encendió de furia cuando pensó en aquella estúpida muchachita que se había logrado escapar y lo había dejado en ridículo.

Dio la vuelta en Wall Street, y un transeúnte, un hombre fornido y vestido con un elegante traje, tuvo la mala suerte de toparse con él. Cuando sus caminos se cruzaron, Kyle empujó al peatón en el hombro con toda su fuerza. El hombre cayó un par de metros hacia atrás y se estrelló contra una pared.

Molesto, el hombre gritó:

—Oye, ¿cuál es tu problema?

Pero Kyle lo miró con desprecio y eso bastó para que cambiara su actitud. A pesar de su tamaño, se dio vuelta con rapidez y siguió caminando. Buena decisión.

Haber empujado a aquel hombre hizo que Kyle se sintiera un poco mejor; sin embargo, seguía colérico. Atraparía a la chica y la mataría poco a poco.

Pero aún no había llegado el momento. Primero tenía que aclarar su mente y atender asuntos más importantes; como ir al embarcadero y recibir el cargamento.

Sí. Respiró hondo y, poco a poco, volvió a sonreír. Su pedido estaba a unas cuantas cuadras de distancia.

Sería como su regalo de Navidad.

CINCO

Sam despertó con una espantosa jaqueca. Abrió un ojo y se dio cuenta de que se había quedado dormido en el suelo del establo, sobre la paja. Hacía frío; ninguno de sus amigos se había tomado la molestia de atizar el fuego la noche anterior porque todos estaban demasiado drogados.

Lo peor era que el lugar seguía dando vueltas. Sam levantó la cabeza, se sacó un trozo de paja de la boca y sintió un espantoso dolor en las sienes. Se había quedado dormido en una mala posición, y ahora el cuello le dolía al moverlo. Se talló los ojos para tratar de quitarse las lagañas, pero no fue sencillo. Realmente se le había pasado la mano la noche anterior. Se acordaba de la pipa de agua. Luego, de que había bebido cerveza; licor de whiskey. Y luego, más cerveza. Después vomitó. Fumó un poco más de mota para estabilizarse, y entonces, perdió el conocimiento en algún momento de la noche. A qué hora o en dónde, era algo que no podía recordar.

Tenía náuseas pero estaba hambriento al mismo tiempo. Le daba la impresión de que podría comerse una pila de hot-cakes y una docena de huevos; pero también, de que vomitaría en cuanto terminara de ingerirlos. De hecho, en ese momento supo que estaba a punto de vomitar otra vez.

Trató de poner en orden los detalles que recordaba del día anterior. Había visto a Caitlin, eso era indiscutible. En realidad, eso era lo que lo había vuelto loco. Verla ahí. Verla someter a Jimbo de esa manera. El perro. ¿Qué diablos había sucedido? ¿Todo eso pasó en verdad?

Volteó y vio el agujero en la pared lateral; por ahí había pasado el perro. Sintió de pronto un escalofrío y se dio cuenta de que todo había sido real, sólo que no sabía cómo explicarlo. ¿Y quién era ese tipo que la acompañaba? Aunque estaba demasiado pálido, podría pasar por apoyador de la NFL. Parecía como acabado de salir de Matrix. Ni siquiera había podido calcular su edad. Lo más raro de todo era que tenía la sensación de que lo conocía de algún lugar.

Miró alrededor y vio a todos sus amigos. Se habían quedado inconscientes en distintas posiciones y la mayoría roncaba. Recogió su reloj del suelo y vio que eran las once de la mañana. Seguirían durmiendo por un buen rato.

Luego atravesó el establo y tomó una botella de agua. Estaba a punto de beber cuando se fijó bien y se dio cuenta de que estaba llena de colillas de cigarro. Asqueado, la dejó donde la había encontrado y buscó otra. Por el rabillo del ojo alcanzó a ver en el piso una jarra de agua medio vacía. La recogió y bebió de ella. No se detuvo hasta que casi se la acababa.

Tenía la garganta muy reseca y el agua lo hizo sentir mejor. Respiró hondo y se tocó una sien con la mano. El establo seguía girando, y además, apestaba. Tenía que salir de ahí.

Sam caminó hasta la puerta y la deslizó para abrirla. El frío aire de la mañana era muy agradable, y por fortuna, el cielo estaba nublado. Aunque no lo suficiente: tuvo que entrecerrar los ojos. El clima no pintaba tan mal; nevaba otra vez. Increíble. Más nieve.

A Sam le fascinaba la nieve, en especial, cuando le daba un buen pretexto para no ir a la escuela. Recordó cuando iba con Caitlin a la cima de la colina y juntos se deslizaban en tobogán casi todo el día.

Pero en la actualidad, casi nunca iba a clases, así que la nieve ya no hacía una gran diferencia. Más bien se había convertido en un tremendo inconveniente.

Metió la mano a su bolsillo y sacó una cajetilla de cigarros arrugada. Se puso uno en la boca y lo encendió.

Sabía que no debía fumar, pero todos sus amigos lo hacían y la presión sobre él era demasiada. Después de un tiempo, dijo, ¿por qué no? Así que comenzó a hacerlo unas semanas antes; ahora hasta había empezado a gustarle. Tosía mucho más y ya le dolía el pecho, pero pensaba, ¿y qué diablos? Sabía que lo mataría, pero de cualquier manera, no se veía viviendo muchos años. Nunca lo hizo. Por alguna razón, la noción de que no duraría más de veinte años, siempre le había rondado la cabeza.

Sus pensamientos comenzaban a aclararse, así que volvió a recordar el día anterior. Caitlin. Se sentía mal por lo que había sucedido con ella, muy mal. En verdad la quería, y mucho. Había ido hasta allá a verlo. ¿Pero por qué siempre le hacía preguntas sobre su padre? ¿O lo habría imaginado?

También le costaba trabajo creer que ella estuviera ahí. Tal vez su madre había armado un escándalo cuando Caitlin también se fue de la casa. Era lo más seguro. Apostaría a que, en ese preciso momento, también estaba haciendo alharaca. Tal vez hasta los estaba buscando a los dos. Pero, por otra parte, quizás no. ¿A quién le importaba? Los había obligado a mudarse tantas veces…

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