¿Qué pensaría de ella su madre? Aquel pensamiento atrapó a Ceres mientras guiaba su barca hacia delante a través de la neblina. No sabía qué habría más adelante. Quizás su madre la miraría y vería a alguien que no había podido triunfar en el Stade, que no había sido más que una esclava en el Imperio, que había perdido a la persona que más amaba. ¿Y si su madre la rechazaba? ¿Y si era dura, o cruel, o despiadada?
Quizás, solo quizás, estaría orgullosa.
Ceres salió de la neblina tan de repente que podría haberse tratado de una cortina que se levantaba, y ahora el mar estaba plano, sin ninguna de las rocas en forma de diente que habían salido de él antes. Al instante, vio que había algo diferente. La luz de la luna parecía, de algún modo, más brillante y, a su alrededor, una nebulosa giraba manchada del color de la noche. Incluso las estrellas parecían cambiadas, de modo que ahora Ceres no podía distinguir las constelaciones conocidas que había antes. Un cometa pasó por el horizonte como un rayo, de un rojo intenso mezclado con amarillos y otros colores que no tenían equivalente en el mundo que tenía debajo.
Aún más extraño, Ceres sintió el poder en su pulso, como si estuviera respondiendo a aquel lugar. Parecía que se estiraba en su interior, desplegándose y permitiéndole experimentar aquel lugar en un centenar de maneras en las que nunca antes había pensado.
Ceres vio una forma que salía del agua, un cuello largo y serpenteante que se levantaba antes de sumergirse de nuevo bajo las olas formando un rocío de espuma. La criatura se levantó de nuevo por poco tiempo y Ceres tuvo la sensación de que algo enorme pasaba nadando por el agua antes de desaparecer. Lo que parecían pájaros revoloteaban a la luz de la luna y, al acercarse, Ceres vio que eran mariposas nocturnas plateadas, más grandes que su cabeza.
De repente, los ojos le pesaban por el sueño, Ceres amarró el timón, se tumbó y dejó que el sueño se apoderara de ella.
*
Ceres se despertó con los chillidos de los pájaros. Parpadeó por la luz del sol mientras se incorporaba y vio que, después de todo, no eran pájaros. Dos criaturas con cuerpo de gatos grandes daban vueltas por encima suyo con unas alas parecidas a las de un águila, los picos abiertos como los de un ave rapaz al chillar. Pero no daban señales de acercarse, sencillamente volaron en círculo alrededor de la barca antes de alejarse volando en la distancia.
Ceres las observó y por observarlas vio la diminuta mota en forma de isla a la que se dirigían en el horizonte. Tan rápido como pudo, Ceres levantó de nuevo la pequeña vela, intentando coger el viento que corría para que la empujara hacia la isla.
La mota se hizo más grande y lo que parecían ser más rocas salían del océano a medida que Ceres se iba acercando, pero no eran las mismas que había encontrado allí en la neblina. Estas tenían los lados cuadrados, las habían construido, estaban hechas con un mármol arcoíris. Algunas de ellas parecían los chapiteles de grandes edificios, que se hubieran hundido hace tiempo bajo las olas.
Sobresalía medio arco, tan enorme que Ceres no podía imaginar que podría haber pasado por debajo de él. Bajó la vista por el lateral del barco y el agua era tan clara que pudo divisar el fondo del mar allá abajo. No estaba lejos del fondo y Ceres veía los restos de edificios muy antiguos allá abajo. Estaba lo suficientemente cerca para que Ceres pudiera nadar hasta ellos simplemente aguantando la respiración. Pero no lo hizo, tanto por las cosas que ya había visto en el agua como por lo que había más adelante.
Allí estaba. La isla donde conseguiría todas las respuestas que necesitaba. Donde sabría más sobre sus poder.
Donde, finalmente, conocería a su madre.
CAPÍTULO CUATRO
Lucio blandía la espada por encima de su cabeza, regocijándose por el modo en que destellaba con la luz del amanecer, en el instante antes en que mató al anciano que osó ponerse en su camino. A su alrededor, caían más plebeyos a manos de sus hombres: los que osaban resistirse y los que eran lo suficientemente estúpidos para estar en el lugar erróneo en el momento equivocado.
Él sonreía mientras los gritos resonaban a su alrededor. Le gustaba cuando los campesinos intentaban luchar, porque esto solo daba a sus hombres una excusa para demostrarles lo débiles que eran en realidad comparados con sus superiores. ¿A cuántos había matado en saqueos como este? No se había molestado en llevar la cuenta. ¿Por qué tendría que prestar la mínima atención a los de su especie?
Lucio miró a su alrededor mientras los campesinos empezaban a correr e hizo un gesto a unos cuantos de sus hombres. Echaron a correr tras ellos. Correr era casi mejor que luchar, porque existía la posibilidad de cazarlos como la presa que eran.
“¿Su caballo, su alteza?” preguntó uno de sus hombres, que llevaba al semental de Lucio.
Lucio negó con la cabeza. “Mi arco, creo”.
El hombre asintió y le pasó a Lucio un elegante arco recurvo de ceniza blanca, mezclado con cuerno y endurecido con plata. Colocó una flecha, tiró la cuerda hacia atrás y la soltó. Lejos en la distancia, uno de los campesinos que corrían cayó al suelo.
Ya no quedaba con quien luchar, pero aquello no significaba que hubieran acabado allí. Ni de lejos. Había descubierto que esconder campesinos podía ser tan divertido como correr o luchar con los que estaban en su camino. Existían muchas maneras de torturar a los que parecía que tenían oro y muchas maneras de ejecutar a los que podrían tener afinidad con los rebeldes. La rueda ardiente, la horca, el nudo corredizo… ¿qué tocaría hoy?
Lucio hizo un gesto a dos de sus hombres para que empezaran a abrir puertas de una patada. De vez en cuando, le gustaba quemar a los que se escondían, pero las casas tenían más valor que los campesinos. Una mujer salió corriendo y Lucio la cogió, arrojándola con indiferencia hacia uno de los esclavistas que les había dado por seguirlos como hacen las gaviotas con los barcos de pesca.
Entró sigilosamente en le templo de la aldea. El sacerdote ya estaba en el suelo, sujetándose la nariz rota, mientras los hombres de Lucio reunían adornos de oro y plata en un saco. Una mujer con la sotana de una sacerdotisa se encaró a él. Lucio se fijó en un destello de cabello rubio que escapaba por debajo de su hábito, un incuestionable parecido en rasgos que hizo que se detuviera.
“No puede hacer esto”, insistió la mujer. “¡Somos un templo!”
Lucio la agarró y apartó la capucha de su sotana para mirarla. No era el doble de Estefanía –ninguna mujer de baja cuna podría serlo- pero estaba lo suficientemente cerca para serle de valor por un rato. Al menos hasta que se aburriera.
“Me envía tu rey”, dijo Lucio. “¡No intentes decirme lo que no puedo hacer!”
Demasiadas personas lo habían intentado durante su vida. Habían intentado ponerle límites, cuando él era la única persona en el Imperio que no debería tener límites. Sus padres lo intentaron, pero él sería rey un día. Sería el rey, a pesar de lo que había encontrado en la biblioteca cuando el viejo Cosmas pensó que era demasiado estúpido para entenderlo. Thanos aprendería cuál era su lugar.
Lucio agarró fuerte con su mano el pelo de la sacerdotisa. Estefanía también aprendería cuál era su lugar. ¿Cómo se atrevía a casarse con Thanos así, como si fuera el príncipe deseado? No, Lucio encontraría la manera de compensarlo. Separaría a Thanos y a Estefanía con la misma facilidad que partía las cabezas de aquellos que iban a él. Pediría a Estefanía en matrimonio, tanto porque era de Thanos como porque sería el adorno perfecto para alguien de su rango. La disfrutaría y, hasta entonces, la sacerdotisa que había atrapado sería una sustituta apta.