Incluso una vez encontrado el hechicero, debería encontrar el modo o de descubrir lo que sabe o de ganarse su ayuda. Quizás solo haría falta dinero, o un pequeño hechizo, pero Estefanía lo dudaba. Cualquier hechicero con el poder de detener a uno de los Antiguos podría conseguir cualquier cosa del mundo que quisiera.
No, Estefanía tendría que ser más creativa que aquello, pero encontraría un modo de hacer que funcionara. Todo el mundo deseaba algo, fuera poder, fama, información, o simplemente seguridad. Estefanía siempre había tenido un don para descubrir lo que quería la gente; muy a menudo era la palanca que los abría a hacer lo que Estefanía quería que hiciesen.
“Dime, Elethe”, dijo por impulso. “¿Qué es lo que tú deseas?”
“Servirla, mi señora”, dijo la chica de inmediato. Era la respuesta correcta, evidentemente, pero había un toque de sinceridad en ella que a Estefanía le gustaba. Ya descubriría la respuesta real a su debido tiempo.
“¿Y tú, Felene?” preguntó Estefanía.
Vio que la ladrona encogía los hombros. “Cualquier cosa que el mundo me ofrezca. Preferiblemente con abundantes tesoros, bebida, compañeros y diversión. No necesariamente en ese orden”.
Estefanía rio flojito, fingiendo no escuchar la mentira que había en ello. “Por supuesto. ¿Qué más podría desear alguien?”
“¿Por qué no me lo dice usted?” contestó Felene. “¿Qué es lo que usted desea, princesa? ¿Por qué pasa por todo esto?”
“Quiero estar a salvo”, dijo Estefanía. “Y busco venganza contra los que me arrebataron a Thanos”.
“¿Venganza contra el Imperio?” dijo Felene. “Imagino que yo podría apoyarla en eso. Al fin y al cabo, ellos me arrojaron a aquella isla suya”.
Si quería pensar que lo que Estefanía quería era vengarse del Imperio, que lo creyera. Los objetos de la ira de Estefanía se definían más fácilmente: Ceres, después Thanos, junto con todos los que los ayudaran.
En silencio, Estefanía repetía el juramento que había hecho en Delos. Educaría a su hijo para que fuera el arma perfecta contra su padre. Lo educaría con amor; seguro, ella no era un monstruo. Pero también tendría un propósito. Sabría lo que su padre había hecho.
Y algunas cosas no podrían perdonarse nunca.
CAPÍTULO CUATRO
Lucio había pasado la mayor parte de su viaje a Felldust como queriendo apuñalar a alguien. Ahora que se estaba acercando, el sentimiento no hacía más que intensificarse. Allí estaba vestido con ropa sucia, mientras el sol lo achicharraba, huyendo de un imperio que debería haberse apresurado a obedecerle.
“Vigila por donde vas, chico”, dijo uno de los marineros, apartando a Lucio de un empujón para poder poner una cuerda en su sitio. Lucio no se había molestado en recordar el nombre de aquel hombre, pero ahora mismo deseaba haberlo hecho, aunque solo fuera para quejarse al capitán de esta barca de su tripulación.
“¿Chico? ¿Sabes quién soy y te atreves a llamarme chico?” exigió Lucio. “Debería ir al capitán Arvan y hacer que te azotaran con el látigo”.
“Hazlo”, dijo el marinero, con el tono aburrido de alguien que sabe que está perfectamente a salvo. “A ver lo que consigues”.
Lucio cerró los puños. Lo peor era la sensación de futilidad. El Capitán Arvan estaba en la cubierta de mando con el timón del barco en sus manos, el bulto de aquel hombre se balanceaba cada vez que una ola movía la barca. Había dejado perfectamente claro que Lucio le importaba hasta que durara su dinero.
Como le había pasado desde que marchó, la rabia traía consigo imágenes de sangre y piedra. La sangre de su padre, manchando la piedra de la estatua de su antepasado.
Con la que me mataste.
Lucio se sobresaltó ante aquello, aunque la voz había estado allí, clara como el cielo por la mañana, profunda como la culpa, siempre desde el momento en que le dio el primer golpe. Lucio no creía en los fantasmas, pero el recuerdo de la voz de su padre todavía estaba allí, contestándole siempre que intentaba pensar. Sí, solo se trataba de su propia mente jugándole malas pasadas, pero aquello apenas lo hacía mejor. Solo quería decir que incluso sus propios pensamientos no harían lo que él quisiera.
Nada lo haría, por el momento. El capitán del barco en el que lo habían aceptado, se lo había llevado a regañadientes, como si no fuera un honor tener a Lucio a bordo durante su viaje. Sus hombres trataban a Lucio con desprecio, como a un criminal común que huye de la justicia, más que como al legítimo gobernador del Imperio, al que le han usurpado cruelmente el trono.
El trono de Thanos.
“No es el trono de Thanos”, dijo bruscamente al vacío. “Es mío”.
“¿Decías algo?” preguntó el marinero, sin molestarse a mirar.
Lucio se apartó de él, y le dio un puñetazo a la madera del mástil, enojado, pero aquello solo le provocó dolor en los nudillos cuando le saltó la piel de los mismos. Si por él fuera, hubiera despellejado a uno o dos de los de la tripulación también.
Aún así, Lucio mantenía las distancias con ellos, manteniéndose en las secciones vacías de cubierta a donde le habían dicho que podía ir, como si se tratara de un plebeyo a quien daban instrucciones acerca de dónde podía estar. Como si él no pudiera reclamar legítimamente todas y cada una de las embarcaciones del Imperio si lo deseaba.
Pero el capitán del barco había hecho exactamente eso. Había dejado a Lucio con instrucciones claras de mantenerse lejos de la tripulación mientras estaban trabajando y de no causar ningún problema.
“De no ser así caerás por la borda e irás nadando hasta Felldust”, había dicho el hombre.
Quizás deberías haberlo matado como hiciste conmigo.
“No estoy loco”, se dijo Lucio a sí mismo. “No estoy loco”.
No lo iba a permitir, como tampoco iba a permitir que los hombres le hablaran con altanería, como si él no importara. Todavía recordaba el frío estado de furia en el que se encontraba cuando golpeó a su padre, sintiendo el peso de la estatua en su mano, golpeando con ella porque era el único modo de retener lo que era suyo.
“Tú me hiciste hacerlo”, hablaba Lucio entre dientes. “No me dejaste elección”.
Estoy seguro que igual que ninguna de tus víctimas de dejó elección, dijo la voz interior. ¿A cuántos has matado ya?
“¿Qué importa eso?” exigió Lucio. Fue dando grandes pasos hacia el barandal y gritó por encima del ajetreo de las olas. “¡No importa!”
“¡Cállate, chaval, aquí estamos intentando trabajar!” gritó el capitán del barco desde donde estaba manejando aquello.
No puedes hacer lo correcto ni siquiera en medio del océano, dijo su voz interior.
“Cierra la boca”, dijo bruscamente Lucio. “¡Cierra la boca!”
“¿Te atreves a hablarme así, chico?” exigió el capitán, dirigiéndose hacia la cubierta principal para enfrentarse a él. El hombre era más grande que Lucio y, normalmente, en aquel momento el miedo lo hubiera recorrido. Ahora mismo no tenía cabida, porque los recuerdos lo empujaban hacia fuera. Recuerdos de violencia. Recuerdos de sangre. “¡Yo soy el capitán de esta embarcación!”
“¡Y yo soy un rey!” replicó Lucio, lanzando un puñetazo con la intención de dar al otro hombre en la mandíbula y hacer que se tambaleara hacia atrás. Nunca había creído en las peleas justas.
En cambio, el capitán se apartó, esquivando el golpe con facilidad. Lucio resbaló con la humedad que había en cubierta y en aquel instante el otro hombre le abofeteó.
¡Abofetearlo a él! Como si fuera una fulana que ha hablado cuando no le tocaba, no un guerrero digno de una lucha. ¡No un príncipe!
Aún así, el golpe fue suficiente para tirarlo a cubierta, y Lucio hizo un pequeño ruido de rabia.
Es mejor que no te levantes, susurró la voz de su padre.
“¡Cállate!”
Metió la mano dentro de su túnica, para buscar el cuchillo que guardaba allí. Entonces fue cuando el Capitán Arvan lo pateó.