Морган Райс - Soldado, Hermano, Hechicero стр 9.

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“Los que tengáis escudos o protección, a mí”, gritó Ceres. “Todos los demás, estad preparados para atacar”.

Pero las puertas del castillo ya se estaban cerrando. Ceres veía a sus seguidores como si fueran una ola que iba a romper allí como si se tratara del casco de un gran barco, pero no redujo la velocidad. Las olas también pueden inundar barcos. Incluso cuando las grandes puertas se cerraron con un ruido parecido a un trueno, no se detuvo. Simplemente sabía que tendría que esforzarse más para derrotar el mal del Imperio.

“¡Escalad!” gritó a los combatientes, enfundando sus espadas gemelas para poder saltar al muro. La tosca piedra tenía suficientes asideros para que alguien lo suficientemente valiente lo intentara, y los combatientes eran más que valientes para ello. La siguieron, su musculosa complexión los permitía subir por la piedra como si se tratara de un ejercicio de entrenamiento ordenado por sus maestros de espadas.

Ceres escuchó que los que estaban tras ella pedían escaleras a gritos, y sabía que la gente común de la rebelión la seguiría enseguida. Pero por ahora, ella estaba solo concentrada en la sensación áspera de la piedra que tenía bajo las manos, en el esfuerzo que hacía falta para arrastrarse de un asidero al siguiente.

Una lanza pasó a toda velocidad por su lado, lanzada evidentemente por alguien desde arriba. Ceres se apretó contra la pared, dejándola pasar, y después continuó escalando. Mientras estuviera en el muro era un blanco y la única solución era continuar. Ceres agradecía que no hubieran tenido el tiempo suficiente para preparar aceite hirviendo o quemar arena como protección contra la escalada.

Llegó a lo más alto del muro y, al instante, había allí un guardia para defender. Ceres se alegró de ser la primera en llegar allí, porque tan solo la salvó su velocidad, que le permitió estirar el brazo para agarrar a su contrincante y empujarlo desde su posición encima de la almena. Cayó con un grito, precipitándose hacia la masa furiosa de sus seguidores.

Entonces Ceres saltó encima del muro, desenfundando sus dos espadas para atacar a diestro y siniestro. Un segundo hombre fue hacia ella, y defendía a la vez que empujaba, hasta que notó cómo se hundía la espada. Una lanza apareció por un lateral, desviándose de su incompleta armadura. Ceres la redujo con una fuerza brutal. En unos segundos, había abierto un espacio en la parte de arriba del muro y los combatientes se colaron entonces por el borde para llenarlo.

Algunos de los guardias que había allí intentaron defenderse. Un hombre atacó a Ceres con un hacha. Ella se agachó y escuchó cómo golpeaba la piedra que había tras ella, entonces le hirió con una de sus espadas en el estómago. Anduvo a su alrededor y lo tiró al patio de una patada. Cogió un golpe contra sus espadas y empujó hacia atrás a otro hombre.

No había suficientes hombres para contener el muro. Algunos se fueron corriendo. Los que fueron hacia delante murieron. Uno corrió hacia Ceres con una lanza, y ella notó que le arañaba la pierna cuando la esquivó sin espacio. Dio un golpe bajo para paralizar a su contrincante y, a continuación, trajo sus espadas a la altura del cuello.

Su pequeñae cabeza de playa de encima del muro rápidamente se extendió a algo parecido a un frente de ola. Ceres encontró unos escalones que bajaban hacia las puertas, y las bajó de cuatro en cuatro, deteniéndose solo para parar un golpe de un guardia que estaba a la espera y darle una patada que lo tiró al suelo. Mientras el combatiente que venía tras ella saltó sobre el guardia, Ceres fijó su atención en las puertas.

Había una gran rueda al lado de las puertas, que evidentemente estaba allí para abrirla. Había casi una docena de guardias a su lado formando un círculo, intentando protegerla y manteniendo fuera a la horda de gente. Había más con arcos, preparados para disparar a todo aquel que intentara abrir las puertas.

Ceres fue hacia la rueda sin detenerse.

Atravesó la armadura de un guardia, sacó su espada y se agachó cuando un segundo iba a golpearla. Le cubrió el muslo con su espada, se puso de pie de un salto y derribó a un tercero. Escuchó cómo una flecha repiqueteaba sobre los adoquines, y lanzó una espada, que provocó un grito al clavarse. Agarró la espada de un soldado moribundo, se reincorporó a la batalla y, en un instante, los otros estaban con ella.

En los instantes siguientes hubo un caos, pues los guardias parecían comprender que aquella era su última oportunidad para impedir la entrada a la rebelión. Uno fue hacia Ceres con dos espadas, y ella se enfrentó a él golpe a golpe, sintiendo el impacto cada vez que paraba uno, probablemente más rápido que la mayoría de los que la rodeaban podían hacerlo. Entonces atacó entre los golpes, alcanzando al guardia en el cuello, avanzando incluso antes de que este se desplomara para bloquear un golpe de hacha que iba dirigido a un combatiente.

No pudo salvarlos a todos. A su alrededor, Ceres veía que la violencia parecía no detenerse nunca. Vio que uno de los combatientes que había sobrevivido en el Stade miraba a una espada que le perforaba el pecho. Paró a su contrincante mientras caía y le dio un último golpe con su propia espada. Ceres vio que otro hombre luchaba contra tres guardias. Mató a uno, pero mientras lo hacía, su espada quedó atrapada, permitiéndole a otro que le apuñalara por el lateral.

Ceres fue al ataque y derribó a los dos que quedaban. A su alrededor, la batalla por la rueda de la puerta se propagaba hacia su inevitable conclusión. Era inevitable, al enfrentarse con los combatientes, los guardias que había allí eran como el maíz maduro, listo para ser cortado. Pero aquello no hacía que la violencia o la amenaza fueran menos reales. Ceres se echó hacia atrás justo a tiempo para esquivar un golpe de espada y lanzó al que la empuñaba contra los demás que estaban allí. Tan pronto como hubo espacio libre, Ceres puso sus manos sobre la rueda y empujó con toda la fuerza que sus poderes le daban. Escuchó el chirrido de las poleas y el lento crujido de las puertas al empezar a abrirse.

La gente entró a raudales, como una corriente hacia el castillo. Su padre y su hermano estaban entre los primeros en atravesar el hueco y corrieron a reunirse con ella. Ceres hizo una señal con su espada.

“¡Dispersaos!” exclamó. “Tomad el castillo. Matad solo a los que tengáis que hacerlo. Este es un momento para la libertad, no para la matanza. ¡Hoy cae el Imperio!”

Ceres iba a la cabeza de la ola de gente, en dirección a la sala del trono. En momentos de crisis la gente se dirigiría hacia allí para intentar averiguar lo que sucedía, y Ceres imaginó que los que estaban a cargo del castillo se quedarían allí mientras osaran, para intentar mantener el control.

A su alrededor, vio que la violencia estallaba, imposible de detener, era imposible hacer otra cosa que no fuera reducir la velocidad. Vio que un joven noble se ponía frente a ellos, y la multitud se le echó encima, golpeándolo con todas las armas que podían agarrar. Un sirviente se metió en medio y Ceres vio que lo empujaban contra la pared y lo apuñalaban.

“¡No!” exclamó Ceres al ver que algunas personas del pueblo empezaban a agarrar tapices y a correr detrás de los nobles. “Estamos aquí para detener esto, ¡no para saquear!”

Lo cierto es que ya era demasiado tarde. Ceres vio que unos rebeldes perseguían a uno de los sirvientes que había allí, mientras otros se hacían con los adornos de oro que llenaban el castillo. Había dejado entrar allí un maremoto, y ahora no había esperanza de hacerlo retroceder solo con palabras.

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