Морган Райс - Una Canción para Los Huérfanos стр 10.

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—Gracias, Kirko —consiguió decir—. Me encargaré de esta situación. Por favor, déjame que lo hable con mi hijo.

Consiguió convertirlo en un despido y el hombre se fue de su vista a toda prisa. Intentaba pensar detenidamente en ello. Era evidente lo que hacía falta que pasara a continuación. La cuestión era, simplemente, cómo. Pensó por un momento… sí, eso podría funcionar.

—O sea —dijo Ruperto—, ¿quieres que también mate a esa hermana suya? ¿Entiendo que no queremos que algo así busque venganza?

Evidentemente, él pensaría que se trataba de eso. Él no conocía el verdadero peligro que representaban, o los problemas que podrían resultar si alguien descubría la verdad.

—¿Qué propones que hagamos? —dijo la Viuda—. ¿Entrar y enfrentarnos al regimiento de Peter Cranston? Es posible que pierda un hijo si lo haces, Ruperto.

—¿Piensas que no podría derrotarlos? —replicó.

La Viuda lo ignoró.

—Creo que hay una manera más fácil. El Nuevo Ejército se está reuniendo, así que mandaremos al regimiento de Lord Cranston contra ellos. Si escojo la batalla sabiamente, nuestros enemigos resultarán heridos, mientras que la chica morirá, y no parecerá más que otra tumba sin fama en una guerra.

Entonces Ruperto la miró con una especie de admiración.

—¿Por qué, Madre, nunca supe que podrías ser tan despiadada?

No, no lo sabía, porque no había visto las cosas que había hecho para mantener los restos de poder que tenía. Él había luchado contra los rebeldes, pero no había visto las guerras civiles, o las cosas que habían sido necesarias tras ellas. Ruperto probablemente pensaba que él era un hombre sin límites, pero la Viuda había descubierto a las malas que haría todo lo que fuera necesario para asegurar el trono para su familia.

Aun así, no valía la pena pensar en ello. Esto pronto habría terminado. Sebastián estaría de nuevo a salvo con su familia, Ruperto se habría vengado de su humillación y las chicas que hacía tiempo que deberían haber muerto irían a la tumba sin dejar rastro.

CAPÍTULO SEIS

—Es una prueba —susurraba Catalina para sí misma mientras acechaba a su víctima—. Es una prueba.

Continuaba diciéndolo para sí misma, quizás con la esperanza de que la repetición lo convirtiera en cierto, quizás porque era la única manera de continuar siguiendo a Gertrude Illiard, manteniéndose en las sombras mientras ella estaba sentada en el balcón de su casa para desayunar, colándose en silencio entre la multitud de la ciudad mientras la hija del comerciante caminaba con sus amigas por los mercados de buena mañana.

Savis Illiard tenía perros y guardias para proteger tanto su propiedad como a su hija, pero los guardias hacía demasiado tiempo que estaban en sus puestos y confiaban en los perros, mientras que los perros eran fáciles de calmar con un destello de poder.

Catalina observaba a la mujer que se suponía que tenía que matar y la verdad era que, hasta el momento, podría haberlo hecho un montón de veces. Podría haber corrido entre la multitud y clavarle un cuchillo entre las costillas. Podría haber disparado una ballesta o incluso haber lanzado una piedra con fuerza letal. Incluso podría haber aprovechado el ambiente de la ciudad, asustando a un caballo en el momento erróneo o cortando la cuerda que sujetaba un barril cuando su objetivo pasaba por debajo.

Catalina no había hecho ninguna de esas cosas. En su lugar, observaba a Gertrude Illiard.

Hubiera sido más fácil si ella hubiera sido una persona evidentemente malvada. Si hubiera golpeado a los sirvientes de su padre con resentimiento, o si tratara a la gente de la ciudad como escoria, Catalina podría haberla visto tan solo a un paso de las monjas que la habían atormentado, o de la gente que la habían menospreciado en la calle. En cambio, ella era amable, en los pequeños detalles en los que la gente podía serlo cuando no pensaban mucho en ello. Dio dinero a un niño que pedía al pasar. Preguntó por los hijos de un tendero a los que apenas conocía.

Parecía una persona amable y dulce y Catalina no podía creer que incluso Siobhan quisiera que alguien así muriera.

—Es una prueba —se dijo de nuevo Catalina a sí misma—. Tiene que serlo.

Intentaba decirse a sí misma que la amabilidad tenía que ser una fachada que escondía un lado más profundo y oscuro. Tal vez esta mujer mostraba una cara amable al mundo para esconder asesinatos o chantajes, crueldad o engaño. Pero mientras otro podría decirse eso a sí mismo, Catalina podía ver los pensamientos de Gertrude Illiard y ninguno de ellos apuntaba a que un depredador acechara bajo la superficie. Era una chica bastante normal para el lugar que ocupaba en el mundo, a la que el negocio de su padre había hecho rica, tal vez un poco despreocupada por ello, pero auténticamente inocente en todos los aspectos que Catalina podía ver.

Era difícil no sentirse indignada por lo que Siobhan le había ordenado hacer, y por lo en que Catalina se había convertido bajo su tutelaje. ¿Cómo podía quererla muerta Siobhan? ¿Cómo podía pedir a Catalina que hiciera esto? ¿Realmente solo se lo estaba pidiendo para ver si Catalina tenía en su interior matar por orden? Catalina odiaba pensar eso. Ella no podía, no haría algo así.

Pero no tenía elección y odiaba incluso más eso.

Pero tenía que estar segura, así que fue sigilosamente a la casa del comerciante antes que su presa, se coló por el muro en un momento en el que notó que los guardias no miraban y fue a toda velocidad hacia las sombras del muro. Esperó otros pocos instantes, para asegurarse que todo estaba en calma y, a continuación, trepó hasta el balcón de la habitación de Gertrude Illiard. Había un pestillo en el balcón, pero fue fácil levantarlo usando un cuchillo fino y metiendo la yema del dedo dentro.

La habitación estaba vacía y Catalina no vio a nadie por allí, así que se puso a inspeccionarla rápidamente. No sabía lo que esperaba encontrar. Un botellín con veneno guardado para un rival, tal vez. Un diario en el que se detallaban todas las torturas que tenía pensado infligir a alguien. Había un diario, pero con tan solo una mirada, Catalina vio que simplemente detallaba los sueños y esperanzas de futuro de la joven, sus encuentros con amigas, su breve destello de sentimientos por un joven actor que había conocido en el mercado.

Lo cierto era que Catalina no pudo encontrar una sola razón por la que Gertrude Illiard mereciera morir y, a pesar de que había matado antes, Catalina pensaba que asesinar a alguien sin ninguna razón era abominable. Se ponía enferma solo de pensar en hacerlo.

Notó el parpadeo de una mente que se acercaba y se escondió rápidamente debajo de la cama, intentando pensar, intentando decidir qué haría. No es que la joven le recordara a sí misma, pues Catalina no podía imaginar que la hija del comerciante conociera realmente el sufrimiento, o que deseara coger una espada. Ni tan solo era como Sofía, pues la hermana de Catalina tenía una lado engañoso cuando lo necesitaba y el tipo de duro sentido práctico que venía de tener que vivir con nada. Esta chica nunca habría pasado semanas fingiendo ser algo que no era y nunca hubiera seducido a un príncipe.

Mientras una sirvienta daba vueltas por la habitación, arreglándola en preparación para la vuelta de su señora, Catalina se llevó la mano al medallón que tenía en el cuello, pensando en la imagen de la mujer que había dentro. Tal vez era eso. Tal vez Gertrude Illiard encajaba con la imagen de inocencia de buena cuna que Catalina tenía cuando se trataba de sus padres. Pero ¿qué significaba eso? ¿Significaba que no podía matarla? Tocó el anillo que había al lado del medallón, que era para Sofía. Sabía lo que diría su hermana, pero esa era una decisión en la que Sofía nunca estaría en posición de tener que tomar.

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