—Yo no dije eso —dijo—. Solo vine porque…
—Porque querías que yo te solucionara tus problemas y porque tenías miedo de lo que te pasaría si no lo hacías —dijo la Viuda. Se levantó y le clavó el dedo en el pecho a Angelica.
—Bueno, estoy preparada para darte un pequeño consejo. Si está siguiendo a la chica, el sitio más probable al que ella irá es Monthys, en el norte. Ya lo tienes, ¿te basta o tengo que dibujarte un mapa?
—¿Cómo lo sabe? —preguntó Angelica.
—Porque yo sé de qué va todo esto –respondió bruscamente la Viuda—. Vamos a dejarlo claro, Milady. Yo ya he hecho algo para controlar a mi hijo. Te he mandado a ti para que lo distrajeras. Ahora, si es necesario, descartaré esa opción, pero entonces no habría matrimonio y yo me… decepcionaría mucho contigo.
No hacía falta que diera los detalles de la amenaza. En el mejor de los casos, a Angelica la mandarían lejos de la corte. En el peor de los casos…
—Lo arreglaré —prometió—. Me aseguraré de que Sebastián me quiera a mí, y solo a mí.
—Hazlo —dijo la Viuda—. Te cueste lo que te cueste, hazlo.
***
Angelica no tenía tiempo para los detalles habituales del viaje de un noble. Este no era el momento para deambular en un carruaje, acorralada por una manada de parásitos y rodeada de suficientes sirvientes como para ir lo tan lentos como para que ella caminara. En su lugar, hizo que sus sirvientes desempolvaran ropa de montar y, con sus propias manos, hizo una pequeña bolsa con las cosas que podría necesitar. Incluso se recogió el pelo con un estilo mucho más sencillo que sus habituales complejas trenzas, a sabiendas de que no habría tiempo para esas cosas durante el camino. Además, había cosas que sería mejor que nadie te reconocieran haciéndolas.
Partió hacia Ashton envuelta en una túnica para asegurarse de que nadie veía quién era. También se llevó una media máscara y, en la ciudad, esa era una señal bastante común de fervor religioso que nadie cuestionaba. Primero llegó a las puertas del palacio, se detuvo al lado de los guardias e hizo girar una moneda entre sus dedos.
—El Príncipe Sebastián —dijo—. ¿Hacia dónde se fue?
Sabía que no podía ocultar su identidad a los guardias, pero probablemente ellos tampoco harían preguntas. Sencillamente supondrían que iba tras el hombre al que amaba y con el que tenía intención de casarse. Incluso era la verdad, a su manera.
—Por allí, Milady —dijo uno de los hombres, señalando con el dedo—. Por donde se fueron las mujeres cuando escaparon de palacio hace unos días.
Angelica debería haber imaginado todo esto. Él señaló y Angelica se fue. Siguió a Sebastián por la ciudad como un sabueso de caza, con la esperanza de poderlo alcanzar antes de que fuera demasiado lejos. Casi se sentía como un espíritu atado a la ciudad. En su casa, era poderosa. Aquí conocía a la gente y sabía con quién hablar. Cuanto más lejos se fuera, más tendría que fiarse de su ingenio. Hizo las mismas preguntas que Sebastián debería haber hecho cuando se fue y recibió las mismas respuestas.
Unas cuantas personas del pueblo, tan sucias que en otras circunstancias ni las hubiera visto, le contaron la huida de Sofía y la sirvienta por la ciudad. Lo recordaban porque había sido lo más emocionante que había pasado en sus monótonas vidas durante semanas. Tal vez Sebastián y ella se convertirían en otro chisme para ellos. Angelica esperaba que no. Por una pescadera chismosa que le hizo una genuflexión al pasar, Angelica oyó hablar de una persecución por las calles de la ciudad. Por un golfillo tan mugriento que no podía ver si era chico o chica, supo que se habían escondido dentro de los barriles de una carreta.
—Y después la mujer de la carreta les dijo que fueran con ella —le dijo la sucia criatura—. Se fueron todas juntas.
Angelica le lanzó una pequeña moneda.
—Si me estás mintiendo, haré que te lancen de uno de los puentes.
Ahora que sabía lo de la carreta, era fácil seguir el rastro de su avance. Se habían dirigido hacia la salida más al norte de la ciudad y eso parecía dejar claro hacia dónde se dirigían: Monthys. Angelica aceleró, esperando que la información de la Viuda fuera cierta aunque se preguntara lo que la anciana le estaba escondiendo. No le gustaba ser un peón en un juego ajeno. Un día, la vieja bruja pagaría por ello.
Por hoy, tenía que adelantarse a Sebastián.
Angelica no tenía pensamientos de intentar hacerle cambiar de intención, todavía no. Todavía estaría ardiendo por la necesidad de encontrar a esa… esa… A Angelica no se le ocurrían palabras suficientemente duras para una de las Sirvientas vendidas que fingió ser quien no era, que sedujo al príncipe que tenía que ser para Angelica y que no había sido más que un impedimento desde que llegó.
No podía permitir que Sebastián la encontrara, pero él no abandonaría la búsqueda sencillamente porque ella se lo pidiera. Aquello quería decir que tenía que actuar, y actuar rápido, si iba a hacer que esto acabara bien.
—¡Fuera del camino! —gritaba, antes de espolear a su caballo para que avanzara con la velocidad que aseguraba una caída aplastante a cualquiera que fuera tan estúpido como para meterse en su camino. Salió de la ciudad, imaginando la ruta que debía haber seguido el carro. Tomó un atajo por los campos, saltando tan de cerca los setos que podía sentir cómo las ramas rozaban sus botas. Cualquier cosa que le permitiera adelantar a Sebastián antes de que estuviera demasiado lejos.
Finalmente, vio un cruce más adelante y a un hombre apoyado sobre el letrero que había allí con una jarra de sidra en una mano y el aspecto de alguien que no tiene intención de moverse.
—Tú —dijo Angelica—. ¿Estás aquí cada día? ¿Viste pasar un carro con tres chicas en dirección al norte hace unos días?
El hombre dudó, mientras contemplaba su bebida.
—Yo…
—No importa —dijo Angelica—. Levantó un monedero, el tintineo de los Reales dentro era inconfundible—. Ahora sí. Un joven llamado Sebastián te preguntará y, si quieres estas monedas, dirás que las viste. Tres mujeres jóvenes, una pelirroja y una vestida como una sirvienta de palacio.
—¿Tres mujeres jóvenes? —dijo el hombre.
—Una pelirroja —repitió Angelica con lo que esperaba que fuera un nivel de paciencia adecuado—. Te preguntaron por el camino a Barriston.
Evidentemente, era la dirección equivocada. Aun más, era un viaje que mantendría ocupado a Sebastián durante un rato y que enfriaría su estúpido deseo por Sofía cuando no consiguiera encontrarla. Le daría la oportunidad de recordar su deber.
—¿Todo eso hicieron? —preguntó el hombre.
—Lo hicieron si quieres el dinero —respondió bruscamente Angelica—. La mitad ahora y la otra mitad cuando lo hagas. Repítemelo, para saber que no estás demasiado borracho para decirlo cuando llegue el momento.
Consiguió decirlo y esto fue suficiente. Tenía que serlo. Angelica le dio su moneda y se fue, preguntándose cuánto tardaría en darse cuenta de que ella no iba a volver con la otra mitad. Con suerte, no se daría cuenta hasta después de que Sebastián pasara por allí.
Por su parte, ella tenía que estar ya lejos a estas alturas. No podía permitirse que Sebastián la viera, o descubriría lo que había hecho. Además, necesitaba toda la ventaja que pudiera conseguir. Había un largo camino hacia el norte hasta Monthys, y Angelica tenía que terminar todo lo que debía hacer mucho antes de que Sebastián se diera cuenta de su error y fuera tras ella.
—Habrá tiempo suficiente —Angelica se calmaba a sí misma mientras se dirigía hacia el norte—. Lo terminaré y estaré de vuelta en Ashton antes de que Sebastián se de cuenta de que algo no va bien.