Морган Райс - Una Canción para Los Huérfanos стр 7.

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Terminarlo. Una manera muy sutil de expresarlo, como si todavía estuviera en la corte, fingiendo conmoción mientras exponía las indiscreciones de alguna noble menor para que entraran en el hervidero de rumores. ¿Por qué no decir lo que quería decir? Que, en cuanto encontrara a Sofía, solo había una cosa que iba a asegurar que ella nunca más se metería en su vida y en la de Sebastián; solo una cosa dejaría claro que Sebastián era suyo y demostraría a la Viuda que Angelica estaba dispuesta a hacer lo que se le pidiera para asegurar su posición. Solo había una cosa que haría que Angelica se sintiera segura.

Sofía iba a tener que morir.

CAPÍTULO CUATRO

Mientras cabalgaba, Sebastián no tenía ninguna duda de que habría problemas con lo que estaba haciendo ahora. ¿Marcharse de este modo, contra las órdenes de su madre, evitando el matrimonio que ella le había preparado? Para un noble de otra familia, esto hubiera sido suficiente para asegurarle el desheredamiento. Para el hijo de la Viuda, era equivalente a traición.

—No se llegará a eso —decía Sebastián mientras su caballo avanzaba como un rayo—. Y aunque fuera así, Sofía lo vale.

Sabía lo que estaba abandonando al hacer esto. Cuando la encontrara, cuando se casara con ella, no podrían sencillamente volver a Ashton victoriosos, asentarse en el palacio y esperar que todo el mundo estuviera contento. Si es que conseguían volver, sería bajo una nube de deshonra.

—No me importa —le dijo Sebastián a su caballo. Para empezar, preocuparse por la deshonra y el honor había sido lo que lo había metido en este lío. Había dejado a un lado a Sofía por lo que él suponía que la gente pensaría de ella. Ni tan solo había hecho que alzaran sus voces en desaprobación; sencillamente había actuado, sabiendo lo que dirían.

Había sido algo débil y cobarde y ahora iba a enmendarlo, si podía.

Sofía valía una docena de los nobles con los que había crecido. O cien. No importaba que la delatara la marca de la Diosa Enmascarada que tenía tatuada en su pantorrilla, ella era la única mujer con la que Sebastián podía soñar casarse.

Desde luego, no con Milady d’Angelica. Ella era todo lo que la corte representaba: vanidosa, superficial, manipuladora, centrada en su propia riqueza y éxito en lugar de en el de cualquier otro. No importaba que fuera hermosa, o de la familia adecuada, que fuera inteligente o el sello de una alianza dentro del país. No era la mujer que Sebastián quería.

—Fui duro con ella incluso cuando me fui —dijo Sebastián. Se preguntaba qué pensaría cualquiera que lo viera de que hablara así con su caballo. Pero lo cierto era que ahora no le importaba lo que la gente pensara y, en muchos sentidos, el caballo escuchaba mejor que la mayoría de gente de la que se rodeaba en palacio.

Sabía cómo funcionaban allí las cosas. Angelica no había intentado engañarle; simplemente había intentado presentar algo que ella sabía que sería desagradable para él de la mejor manera posible. Mirado a través de los ojos de un mundo en el que los dos no podían escoger con quién se casarían, incluso podía verse como amabilidad.

Lo que sucedía era que Sebastián ya no quería pensar así.

—No quiero estar atrapado en un lugar donde mi único deber es continuar respirando por si Ruperto muere —le dijo a su caballo—. No quiero estar en un lugar donde mi valor es el del linaje, o como algo a vender para fomentar los vínculos adecuados.

Visto así, el caballo probablemente comprendía su dilema tan bien como podía hacerlo cualquier noble. ¿No se vendían los mejores caballos por su potencial para la cría? ¿Aquellos nobles a los que les gustaba competir a lo largo de las rutas del país, o salir a cazar no tomaban nota de cada linaje, de cada potrillo? ¿No mataría cada uno de ellos a sus propios sementales ganadores antes de permitir que entrara una sola gota de la sangre equivocada en las estirpes?

—La encontraré y encontraré un sacerdote que nos case —dijo Sebastián—. Incluso si Madre quiere acusarnos de traición por ello, todavía tendrá que convencer a la Asamblea de los Nobles.

No matarían a un príncipe simplemente por antojo. Probablemente, algunos de ellos serían compasivos, con el tiempo. Si esto fallara, él y Sofía siempre podrían fugarse a las tierras de la montaña del norte, o escaparse por el Puñal-Agua juntos sin ser vistos, o incluso sencillamente retirarse a las tierras de las que se suponía que Sebastián era duque. Encontrarían el modo de que esto funcionara.

—Primero tengo que encontrarla —dijo Sebastián, mientras su caballo lo sacaba de la ciudad, hacia campo abierto.

Se sentía seguro de que la alcanzaría, a pesar de lo lejos que debía estar ya. Había encontrado gente que había visto lo que sucedió cuando escapó de palacio, había pedido informes a los guardias y había escuchado las historias de la gente de la ciudad. La mayoría de ellos habían sido cautelosos al hablar con él, pero él había conseguido juntar las piezas suficientes como para, por lo menos, tener una idea general de la dirección en la que iba Sofía.

Por lo que había oído, iba en un carro, lo que significaba que iría más rápido que si fuera a pie, pero ni de lejos tan rápido como Sebastián podía moverse a caballo. Encontraría el modo de alcanzarla, aunque esto significara cabalgar sin descanso hasta hacerlo. Tal vez eso era parte de su penitencia por echarla, para empezar.

Sebastián avanzó hasta que vio el cruce y, finalmente, frenó a su caballo hasta hacerlo andar mientras intentaba decidir en qué dirección ir.

Había un hombre dormido apoyado en el letrero del cruce, con un sombrero de paja que le tapaba los ojos. Una jarra de sidra que tenía al lado dejaba entrever la razón por la que estaba roncando como un burro. Por el momento, Sebastián lo dejó dormir y miró al letrero. El este llevaría a la costa, pero Sebastián dudaba que Sofía tuviera los medios para coger un barco, o algún lugar al que ir si lo hacía. El sur llevaría de vuelta a Ashton, así que quedaba descartado.

Eso dejaba el camino que llevaba hasta el norte y el que llevaba al oeste. Sin más información, Sebastián no tenía ni idea de qué ruta tomar. Imaginaba que podía intentar buscar rastros de carro en una de las zonas de tierra del camino, pero eso suponía saber qué estaba buscando, o reconocer el carro de Sofía de entre cientos de otros que podrían haber pasado durante todos estos días.

Solo quedaba pedir ayuda y tener esperanzas.

Con suavidad, usando la punta de su bota, Sebastián dio un empujoncito al pie del hombre que dormía. Retrocedió cuando el hombre farfulló y despertó, pues no sabía cómo alguien tan borracho podría reaccionar al verlo allí.

—Pero ¿esto qué eees? —consiguió decir el hombre. También consiguió ponerse de pie, lo que parecía bastante sorprendente, dadas las circunstancias—. ¿Tú quién eres? ¿Qué quieres?

Todavía parecía que tenía que sujetarse al poste para mantener el equilibrio. Sebastián empezaba a preguntarse si esto era muy buena idea.

—¿Estás aquí normalmente? —preguntó. A la vez, necesitaba que la respuesta fuera que sí y esperaba que fuera que no, pues qué diría eso de la vida de aquel hombre.

—¿Por qué lo quieres saber? —dijo bruscamente el borracho.

Sebastián empezaba a ver que aquí no iba a encontrar lo que quería. Incluso aunque el hombre pasara la mayor parte de su tiempo en el cruce, Sebastián dudaba que a menudo estuviera lo suficientemente sobrio para darse cuenta de muchas cosas.

—No importa —dijo—. Estaba buscando a alguien que podría haber pasado por aquí, pero dudo que tú puedas ayudarme. Siento haberte molestado.

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