Морган Райс - Una Tierra de Fuego стр 11.

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Los barcos que quedaban giraron hacia ellos. Pronto el cielo se volvió negro y Thor oyó un sonido zumbeante. Miró hacia arriba y vio un arco iris de flechas dirigiéndose hacia él. De repente, un dolor horroroso se apoderó de él, agujereado por las flechas, sin un lugar donde esconderse. Mycoples también estaba siendo acribillada por ellas y ambos empezaron a hundirse bajo las olas, dos grandes héroes que habían librado la batalla de sus vidas. Habían destruido a los dragones y gran parte de la flota del Imperio. Habían hecho más de lo que un ejército entero podría haber hecho.

Pero ahora ya no quedaba nada, podían morir. Mientras Thor era acribillado por una flecha tras otra, hundiéndose cada vez más, sentía que no quedaba otra cosa que prepararse para morir.

CAPÍTULO SIETE

Alistair miró hacia abajo y se vio a sí misma de pie en un camino celestial y cuando miraba más allá de él, lejos allá abajo, vio el océano chocando contra las rocas, el sonido llenando sus oídos. Un fuerte vendaval le hizo perder el equilibrio y Alistair miró hacia arriba y, tal y como había soñado muchas veces en su vida, vio un castillo encaramado encima de un acantilado, anunciado por una puerta de oro brillante. De pie delante de ella había una sola figura, una silueta, con las manos extendidas como si quisiera abrazarla, pero Alistair no podía ver su cara.

«Hija mía», dijo la mujer.

Intentó hacer un paso hacia ella, pero sus piernas estaban atrapadas y, al mirar hacia abajo, vio que estaba encadenada al suelo. Por mucho que lo intentaba, Alistair era incapaz de moverse.

Ella extendió las manos hacia su madre y gritó con desespero: «¡Madre, sálvame!»

De repente Alistair sintió su mundo escaparse bajo ella, sintió como se desplomaba y, al mirar hacia abajo, vio como el camino celestial se derrumbaba a sus pies. Ella cayó, los grilletes colgando detrás de ella, y bajó estrepitosamente hacia el océano, llevándose con ella una sección entera del camino celestial.

Alistair se sintió entumecida cuando su cuerpo se hundió en el helado océano, todavía encadenada. Sintió como se hundía y, al mirar hacia arriba, vio como la luz del día se iba apagando cada vez más.

Alistair abrió los ojos y se encontró sentada en una pequeña celda de piedra, en un sitio que no reconocía. Delante de ella estaba sentada una única figura,  que ella reconoció con confusión: el padre de Erec. Él le hizo una mueca.

«Tú has asesinado a mi hijo», dijo él. «¿Por qué?»

«¡Yo no lo hice!» protestó ella débilmente.

Él frunció el ceño.

«Serás condenada a muerte», añadió.

«¡Yo no asesiné a Erec!» protestó Alistair. Se puso de pie e intentó correr hacia él, pero una vez más se encontró encadenada a la pared.

Detrás del padre de Erec aparecieron un docena de guardianes, vestidos con una armadura negra, llevando formidables cascos, el tintineo de sus espolones llenaba la habitación. Ellos se acercaron y cogieron a Alistair, tirando de ella, estirándola de la pared. Pero sus tobillos estaban todavía encadenados y ellos estiraban su cuerpo cada vez más.

«¡No!» gritó Alistair destrozada.

Alistair despertó, cubierta por un sudor frío, y miró a su alrededor, intentando adivinar dónde estaba. Estaba desorientada; no reconocía la pequeña y sombría celda en la que estaba sentada, las viejas paredes de piedra, las barras de metal de las ventanas. Giró sobre si misma, intentando caminar, oyó un cascabeleo y, al mirar hacia abajo, vio que estaba encadenada a la pared. Intentó soltarse pero no pudo, el frío hierro le cortaba los tobillos.

Alistair hizo un reconocimiento general y se dio cuenta de que estaba en una pequeña celda de contención parcialmente bajo tierra, cuya única entrada de luz provenía de una pequeña ventana tallada en la piedra, obstruida por barras de hierro. Se oyó un grito de entusiasmo lejano y Alistair, curiosa, se acercó a la ventana, tanto como sus grilletes le permitían, se estiró y miró hacia fuera, intentando vislumbrar la luz del día y ver donde se encontraba.

Alistair vio una enorme multitud reunida, con Bowyer a la cabeza, engreído, victorioso.

«¡Aquella Reina hechicera intentó matar al que iba a ser su marido!» Bowyer anunciaba en voz alta a la multitud. «Se me acercó con una conspiración para matar a Erec y casarse conmigo. ¡Pero sus planes se frustraron!»

Un grito indignado salió de la multitud y Bowyer esperó a que se calmaran. Levantó sus manos y volvió a hablar.

«Podéis estar tranquilos al saber que las Islas del Sur no estarán bajo las órdenes de Alistair, ni de nadie que no sea yo. Ahora que Erec está muriendo soy yo, Bowyer, quien os protegerá, yo, el próximo mejor campeón de los juegos».

Hubo un enorme grito de aprobación y la multitud empezó a entonar:

«¡Rey Bowyer, Rey Bowyer!»

Alistair observaba la escena horrorizada. Todo estaba sucediendo con tanta rapidez que no podía asimilarlo todo. La sola visión de este monstruo, Bowyer, la llenaba de furia. El mismo hombre que había intentado asesinar a su amado estaba allí mismo, delante de sus ojos, proclamándose inocente e intentando culparla a ella. Y lo peor de todo era que sería nombrado Rey. ¿No se iba a hacer justicia?

Aún así, lo que le sucedía a ella no le molestaba tanto como el pensar en Erec revolcándose en su lecho de muerte, necesitando que ella lo sanara. Ella sabía que si no completaba pronto la sanación, él moriría allí. No le importaba si ella se retorcía para siempre en esta mazmorra por un crimen que no cometió, ella sólo quería asegurarse de que Erec se curaba.

La puerta de la celda se abrió de golpe, Alistair se dio la vuelta y vio a un gran número de personas entrando. En el centro estaba Dauphine, flanqueada por el hermano de Erec, Strom, y su madre. Detrás de ellos había varios guardas reales.

Alistair se levantó para saludarles, pero los grilletes se le clavaban en los talones, traqueteando, mandando un dolor perforador hacia sus espinillas.

«¿Erec está bien?» preguntó Alistair desesperada. «Por favor, decidme. ¿Está vivo?»

«¿Cómo osas preguntar si está vivo?» contestó Dauphine con brusquedad.

Alistair se giró hacia la madre de Erec, esperando su misericordia.

«Por favor, decidme que vive», suplicó, mientras su corazón se le rompía en su interior.

Su madre asintió con rostro serio, mirándola con decepción.

«Vive», dijo ella en voz baja. «Aunque está muy enfermo».

«¡Llevadme hasta él!» insistió Alistair. «Por favor. ¡Debo curarlo!»

«¿Que te llevemos hasta él?» repitió Dauphine. «¿Cómo te ateves? No vas ni a acercarte a mi hermano, de hecho, no vas a ir a ningún lado. Sólo vinimos a verte por última vez antes de tu ejecución».

El corazón de Alistair se entristeció.

«¿Ejecución?» preguntó ella. ¿No existe juez o jurado en esta isla? ¿No hay un sistema de justicia?»

«¿Justicia?» dijo Dauphine, dando un paso al frente, con la cara encendida. «¿te atreves a pedir justicia? Te encontramos con la espada ensangrentada en la mano, nuestro hermano moribundo en tus brazos, ¿y te atreves a hablar de justicia? La justicia está servida».

«¡Pero os digo que yo no lo maté!» Alistair suplicó.

«Por supuesto», dijo Dauphine, con sarcasmo en su voz, «un misterioso hombre mágico entró en la habitación y lo mató, entonces desapareció y puso el arma en tus manos».

«No era un hombre misterioso», insistió Alistair. «Era Bowyer. Lo vi con mis propios ojos. Él mató a Erec».

Dauphine hizo una mueca.

«Bowyer nos mostró el pergamino que tú le escribiste. Le pedías matrimonio y planeabas matar a Erec y casarte con él. Estás enferma. ¿No era suficiente para ti tener a mi hermano y convertirte en Reina?»

Dauphine le pasó el pergamino a Alistair y su corazón se hundió al leer:

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