Le dio la espalda a la playa y se adentró en la calle principal… o la calle mayor, como lo llamaban los británicos. Se fijo por un momento en The Coach House, donde había conocido a Ivan, antes de girar hacia la calle cubierta de banderines.
Estar allí era tan distinto de estar en Nueva York. El ritmo de aquel pueblo era más lento. No había ningún coche tocando la bocina. Nadie empujaba a nadie. Y, para su sorpresa, algunas de las cafeterías sí que estaban abiertas.
Entró en la primera que encontró y en la cual no había cola, por cierto, y pidió un café americano solo y un cruasán. El café estaba tostado a la perfección, denso y chocolateado, y el cruasán tenía el exterior crujiente y con capas y el interior era una delicia con sabor a mantequilla.
Por fin con el estómago satisfecho, Lacey decidió que era de encontrar ropa de más calidad. Había visto una bonita boutique de ropa al otro extremo de la calle mayor, y había empezado a caminar en dicha dirección cuando el olor a azúcar le asaltó el olfato. Miró a su alrededor, localizando una tienda de caramelos artesanales que acababa de abrir sus puertas, y entró en su interior, incapaz de resistirse.
–¿Quieres probar una muestra? ―le preguntó un hombre vestido con un delantal a rayas blancas y rosas. Hizo un gesto hacia una bandeja repleta de cubos de distintos tonalidades marrones―. Tenemos chocolate negro, chocolate con leche, chocolate blanco, caramelo, tofe, café, mezcla de frutas y la receta original.
Lacey abrió los ojos como platos.
–¿Puedo probarlos todos? ―preguntó.
–¡Por supuesto!
El hombre cortó cubos más pequeños de cada uno de los sabores y se los presentó para que eligiera. Lacey se llevó el primero a los labios y sus papilas gustativas estallaron.
–Es magnífico ―dijo con la boca llena.
Pasó al siguiente y, de algún modo, resultó que estaba todavía más bueno que el anterior.
Probó una muestra tras otra, y éstas no dejaron de parecer más y más deliciosas a medida que avanzaba.
Se tragó el último bocado y casi no se dio tiempo ni a respirar antes de exclamar:
–Tengo que enviárselos a mi sobrino. ¿Aguantarán si lo envío a Nueva York?
El hombre sonrió de oreja a oreja y sacó una caja de cartón plana recubierta de una película de plástico.
–Lo hará si usas una de nuestras cajas de envíos especiales ―contestó riéndose―. Nos hacen tanto esa pregunta que pedimos que nos la diseñaran especialmente. Es lo bastante delgada como para caber en el buzón y lo bastante ligera como para que el envío no salga demasiado caro. También puedo venderte los sellos.
–Qué innovador ―comentó Lacey―. Habéis pensado en todo.
El hombre llenó la caja con un cubo de cada uno de los sabores disponibles, la cerró bien con cinta de embalar y le pegó los sellos adecuados. Tras pagar y darle las gracias, Lacey cogió su paquetito, escribió el nombre y la dirección de Frankie en la parte delantera, y la envió gracias al tradicional buzón rojo que había al otro lado de la calle.
En cuanto el paquete hubo desaparecido por la ranura, Lacey recordó que estaba distrayéndose de la tarea que tenía actualmente entre manos: encontrar ropa de más calidad. Estaba a punto de marchar en búsqueda de la boutique cuando se vio distraída de nuevo por el escaparate de la tienda que había junto al buzón. En él se veía una escena de la playa de Wilfordshire con el embarcadero adentrándose en el mar, pero toda la imagen estaba compuesta por macaron de tonos pastel.
Lacey se arrepintió al instante del cruasán que se había comido y de todos los caramelos que había probado, porque aquella imagen tan deliciosa la hizo salivar. Le hizo una foto para enviarla al grupo de Chicaz Doyle.
–¿Puedo ayudarte en algo? ―preguntó una voz masculina junto a ella.
Lacey se enderezó. De pie en la puerta se encontraba el dueño de la tienda, un hombre la mar de atractivo que debía rondar los cuarenta y cinco años con cabello denso y castaño oscuro y una mandíbula bien definida. Tenía unos chispeantes ojos verdes, y las pequeñas arrugas que tenía en el rostro le indicaron al instante que aquel hombre era una persona que disfrutaba de la vida. El moreno que lucía sugería que también disfrutaba de viajes frecuentes a climas más cálidos.
–Sólo miraba ―contestó con una voz que parecía como si le estuviesen apretando las cuerdas vocales―. Me gusta tu escaparate.
El hombre sonrió.
–Lo he hecho yo mismo. ¿Qué tal si entras y pruebas algunas de las tartas?
–Me encantaría, pero ya he comido ―explicó Lacey. El cruasán, el café y los caramelos parecieron ponerse a dar vueltas en su estómago, provocándole unas ligeras náuseas. De repente Lacey fue consciente de qué era lo que estaba pasando: lo que sentía era en realidad aquel sentimiento perdido hacía tanto tiempo cuando había una atracción física, como si tuviese mariposas en el estómago. Las mejillas empezaron a arderle.
El hombre se rió por lo bajo.
–Noto por tu acento que eres americana, así que quizás no sepas que en Inglaterra tenemos una cosa llamada tentempié. Es después del desayuno pero antes de la comida.
–No te creo ―replicó Lacey, sintiendo cómo los labios se le curvaban en una sonrisa―. ¿Tentempié?
El hombre se llevó una mano al corazón.
–¡Te prometo que no es ninguna estrategia de marketing! Es el momento perfecto para un taza de té y un pedazo de tarta, o té y sándwiches, o té y galletas. ―Señaló con los brazos la puerta abierta, a través de la cual se veía un aparador de cristal lleno de dulces con diseños creativos en toda su deliciosa gloria―. O todo a la vez.
–¿Siempre y cuando haya té? ―preguntó Lacey, uniéndose a la broma.
–Exacto ―contestó el hombre, con los ojos verdes chispeantes y llenos de travesuras―. Hasta puedes probarlo todo antes de comprar.
Lacey fue incapaz de seguir resistiéndose y acabó entrando, preguntándose si era el efecto adictivo del azúcar lo que la llamaba o si se trataría más bien de la atracción casi magnética que ejercía aquel hombre tan atractivo.
Observó, ansiosa y salivando, cómo el hombre sacaba un bollito redondo de miga de una vitrina refrigerada, lo llenaba de mantequilla, mermelada y crema, y lo cortaba limpiamente en cuatro cuartos. Lo hizo todo de una manera tan informal que parecía casi teatral, como si estuviera llevando a cabo unos pasos de baile. Después lo colocó todo en un pequeño plato de porcelana y se lo tendió a Lacey en la punta de los dedos, acabando aquella demostración con una floritura para nada avergonzada.
–Et voilà.
Lacey sintió cómo el calor le subía a las mejillas. Todo aquello había sido desde luego un flirteo. ¿O sólo soñaba despierta?
Extendió el brazo, cogiendo uno de los trozos del plato. El hombre hizo otro tanto y chocó ligeramente su trozo con el de ella.
–Salud ―dijo.
–Salud ―logró musitar Lacey.
Se llevó el trozo a la boca. Fue toda una sensación gustativa: la crema montada densa y dulce, la mermelada de fresa tan fresca que su toque ácido le hizo cosquillas en las papilas gustativas… ¡Y el bollo! Denso y con mantequilla, entre dulce y sabroso, y la mar de reconfortante.
Los favores despertaron de golpe un recuerdo en su mente. Papá y ella, y Naomi y mamá, todos sentados alrededor de una mesa blanca de metal en el café lleno de luz, comiendo aquellas pastas rellenas de crema y mermelada. Un sobresalto de nostalgia acogedora la sacudió.
–¡Yo ya había estado aquí! ―exclamó antes incluso de dejar de masticar.
–¿Oh? ―fue la respuesta divertida del hombre.
Lacey asintió con la cabeza, llena de entusiasmo.
–Vine a Wilfordshire de niña. Es bollito inglés clásico, un SCONE, ¿verdad?
El hombre arqueó una ceja con una intriga genuina.