Грейс Фиона - Asesinato en la mansión стр 9.

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–Sí. Mi padre era antes el propietario de la tienda. Todavía uso su receta especial para prepararlos.

Lacey miró hacia la ventana. Aunque ahora había un banco de madera empotrado en el nicho de la pared con un cojín azul pastel encima y una mesa de madera rústica a juego, todavía podía ver el aspecto que había tenido treinta años antes. De repente se sintió transportada a aquel momento: casi sintió la brisa en la nuca, la sensación pegajosa de la mermelada en los dedos, el sudor en la parte posterior de la rodilla… Hasta podía recordar el sonido de la risa de sus padres y las sonrisas relajadas de sus rostros. Habían sido felices, ¿no? Estaba segura de que todo aquello había sido real. ¿Por qué había acabado todo hecho trizas entonces?

–¿Estás bien? ―le llegó la voz del hombre.

Lacey volvió al presente.

–Sí. Perdona, estaba perdida en mis recuerdos. Probar ese bollito me ha hecho retroceder treinta años.

–Bueno, ahora sí que tienes que tomarte un tentempié ―comentó el hombre con una risita―. ¿Puedo tentarte?

Los cosquilleos que recorrieron todo el cuerpo de Lacey le dieron la clara impresión de que hubiese accedido a cualquier cosa que sugiriese con aquel acento tan suave y esos ojos amables e incitantes. Así que asintió con la cabeza; de repente tenía la garganta demasiado seca como para formular palabra alguna.

El hombre dio una palmada.

–¡Excelente! Deja que lo prepare todo. Voy a ofrecerte la experiencia inglesa en toda su gloria. ―Hizo el gesto de darse la vuelta, pero se detuvo y volvió a mirarla―. Me llamo Tom, por cierto.

–Lacey ―contestó ésta, sintiéndose tan eufórica como una adolescente que se hubiese pillado de alguien.

Fue a sentarse junto a la ventana mientras Tom estaba entretenido en la cocina. Trató de invocar más recuerdos del momento que había pasado en aquel local en el pasado, pero no había nada más. Simplemente el sabor de los bollitos y la risa de su familia.

Un momento más tarde, el atractivo Tom se acercó con un plato para tartas lleno de sándwiches sin bordes, bollitos y una selección de bizcochitos multicolores. Puso una tetera junto al plato.

–¡No puedo comer tanto! ―exclamó Lacey.

–Es para dos personas ―contestó Tom―. Invita la casa. No sería educado permitir que una dama pagase en la primera cita.

Se sentó al lado de Lacey.

Su sinceridad la cogió por sorpresa y sintió cómo se le aceleraba el pulso. Había pasado tanto tiempo desde que había hablado flirteando con un hombre. Sí que volvía a sentirse como una adolescente entusiasmada. Y era incómodo. Pero quizás así fuesen los ingleses. Quizás todos los hombres ingleses se comportaban así.

–¿Primera cita? ―repitió.

La campanita que había encima de la puerta repicó antes de que Tom pudiese responder y un grupo de diez turistas japoneses irrumpió en la tienda. Tom se levantó de un salto.

–Oh oh, clientes. ―Miró a Lacey―. Tendremos que seguir con la cita otro día, ¿te parece?

Y, con aquella misma confianza, Tom fue hacia el mostrador y dejó a Lacey con las palabras atravesadas en la garganta.

La tienda se volvió ruidosa y ajetreada ahora que estaba repleta de turistas y, aunque Lacey intentó mantener un ojo en Tom mientras devoraba los tentempiés, éste estaba demasiado ocupado preparando pedidos para la multitud de clientes.

Una vez que hubo acabado Lacey trató de despedirse de él agitando la mano en el aire, pero para en aquel momento Tom se había adentrado en la cocina y no la vio.

Salió de la pastelería sintiéndose algo decepcionada y extremadamente llena y volvió a la calle.

Hizo una pausa. Al otro lado de la calle, frente a la pastelería, había un escaparate vacío que le llamó la atención y despertó una emoción tan profunda en su interior que le quitó el aliento de forma literal. Aquella tienda había sido otra cosa en el pasado, algo que los recovecos más remotos de sus recuerdos infantiles querían recordar. Algo que le exigía que echase un vistazo más de cerca.

CAPÍTULO CUATRO

Lacey se asomó a la ventana del escaparate vacío, rebuscando en su mente los recuerdos que había despertado en ella, pero no logró visualizar nada en concreto. Se trataba más de un sentimiento, algo más profundo que la sensación de nostalgia y que rozaba el enamorarse de alguien.

Siguió mirando por la ventana y, al distinguir el interior, vio que la tienda estaba vacía y las luces apagadas. El suelo era de madera pálida y había muchas estanterías empotradas en distintos nichos, además de una gran mesa de madera contra una de las paredes. La lámpara que colgaba del techo era una antigua de latón. «Y cara», pensó. «Deben de habérsela dejado por error».

Fue entonces cuando se percató de que la puerta de la tienda no estaba cerrada así que, incapaz de contenerse, entró en ella.

Del interior del local manó un olor metálico mezclado con el del polvo y el moho, y Lacey se vio sacudida al instante por otro golpe de nostalgia. Aquel olor era exactamente el mismo que había tenido la vieja tienda de antigüedades de su padre.

Siempre le había encantado aquel sitio. De niña había pasado muchas horas en el laberinto que formaban todos aquellos tesoros, jugando con las escalofriantes muñecas de porcelana china y leyendo toda clase de comics infantiles de coleccionistas, desde Bunty hasta The Beano, pasando por los excepcionalmente raros y valiosos originales de Rupert El Oso. Pero lo que más le había gustado de todo había sido examinar las distintas baratijas e imaginarse qué vidas y personalidades debían de haber tenido las personas a las que habían pertenecido en una ocasión. Había una lista sin fin de chismes, peculiaridades y artilugios, y cada uno de aquellos objetivos había tenido el mismo extraño aroma mezcla de metal, polvo y moho que estaba oliendo en aquel preciso instante.

Del mismo modo en que ver el Cottage Crag junto al océano había despertado en ella su antiguo sueño de la infancia de vivir junto al mar, ahora se encontró recuperando el antiguo deseo infantil de tener su propia tienda.

Hasta la distribución del local le recordaba a la antigua tienda de su padre. Miró a su alrededor y las imágenes sacadas de lo más profundo de su memoria se superpusieron a lo que veían sus ojos, casi como si fuese una hoja de papel de calco colocada sobre un dibujo. De repente fue capaz de ver las estanterías repletas de preciosas reliquias ―principalmente menaje de cocina victoriano, algo en lo que su padre había estado especialmente interesado― y allí, en el mostrador, visualizó la gran caja registradora de latón, ésa tan anticuada y voluminosa con las teclas duras que su padre había insistido en usar porque «te mantiene ágil mentalmente» y «mejora tu capacidad mental para las matemáticas». Lacey sonrió para sí misma, soñadora, mientras las palabras de su padre le resonaban en los oídos y las imágenes y recuerdos se reproducían frente a sus ojos.

Estaba tan perdida en su ensoñación que no oyó los pasos que salían de la parte trasera del local y se dirigían hacia ella, ni tampoco notó al hombre al que pertenecían dichos pasos y que emergió por la puerta con el ceño fruncido y marchó directamente hacia ella. No se percató de que no estaba sola hasta notar un golpecito en el hombro.

El corazón le dio un salto en el pecho y Lacey estuvo a punto de soltar un grito de sorpresa, girándose bruscamente. Tras un segundo su cerebro se dignó a captar el rostro del desconocido: era un anciano de cabello blanco y ralo, ojos de un azul brillante y unas bolsas amoratadas bajo los ojos.

–¿Puedo ayudarla? ―dijo el hombre con tono brusco y nada amistoso.

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