—Bienvenida, sacerdotisa —dijo uno de los hombres que había en la playa. Era un hombre mayor con la piel fina como el papel, pero todavía tenía deferencia hacia Jeva por las marcas que demostraban que había sufrido los ritos—. ¿Qué trae a una oradora de los muertos hasta nuestras orillas?
Jeva se quedó quieta, pensando en la respuesta. Entonces hubiera sido muy fácil afirmar que ella hablaba por aquellos que se habían ido. Ella había visto su parte de visiones; cuando era una niña, había quien pensaba que sería una gran oradora para los muertos. Uno de los oradores más ancianos había así lo había anunciado, diciendo que ella diría unas palabras que sacudirían a todo su pueblo.
Si afirmaba que los muertes la habían llamado para que viniera hasta aquí y pedían que su pueblo luchara por Haylon, puede que lo creyeran sin discusión. Puede que obedecieran su autoridad prestada igual que obedecían todo lo demás.
Si lo hacía, realmente podía salvar Haylon. Podría existir la posibilidad de que su pueblo bastara para romper el ataque por parte de la flota de Felldust. Al menos, podría hacer que los defensores ganaran tiempo. Si mentía.
Pero Jeva no podía hacerlo. No era solo la mentira que había en el centro de todo esto, aunque le horrorizaba el hecho de estar sopesándolo. Ni tan solo era el hecho de que iba en contra de todo lo que su pueblo sentía acerca del mundo. No, era el hecho de que Thanos no hubiera querido que lo hiciera de este modo. Él no hubiera querido que engañara a la gente para llevarlos hasta la muerte, o que los obligara a encararse al poder de Felldust sin conocer la verdad de por qué estaban yendo.
—¿Sacerdotisa? —preguntó el anciano—. ¿Está aquí para hablar por los muertos?
¿Qué haría él en ese momento? Jeva ya tenía la respuesta para eso, forjada a partir de la última vez que él había estado en las tierras de su pueblo. Forjada a partir de todo lo que había hecho desde entonces.
—No —dijo—. No estoy aquí para hablar por los muertos. Soy Jeva y hoy deseo hablar por los vivos.
CAPÍTULO CUATRO
Irrien caminaba por los campos de los muertos, echando un vistazo a la matanza que habían causado sus ejércitos sin nada de la satisfacción que normalmente esto le proporcionaba. A su alrededor, los hombres del Norte yacían muertos o moribundos, destrozados por sus ejércitos, aniquilados por sus cazadores.
En cambio, se sentía como si le hubieran robado su verdadera victoria.
Un hombre que llevaba la armadura brillante de sus enemigos gemía en el barro, intentando aferrarse a la vida a pesar de las heridas que le habían infligido. Irrien cogió una lanza de otro cadáver que había por allí cerca y lo atravesó con ella. Incluso matar a débil como aquel no contribuyó a levantar su ánimo.
Lo cierto era que había sido demasiado fácil. Había habido muy pocos enemigos como para hacer que valiera la pena librar esta lucha. Habían arrasado por el Norte, desbrozando a cuchilladas las aldeas y los castillos pequeños, arrasando incluso la antigua fortaleza de Lord West. En cada lugar, había encontrado moradas vacías y castillos más vacíos, estancias que la gente había abandonado a tiempo para escapar de la horda que se les estaba echando encima.
No solo era frustrante porque significaba que no podía tener las victorias significativas que él había planeado. Era frustrante porque significaba que sus enemigos todavía estaban allí. Irrien también sabía dónde el cobarde que se había quedado rezagado en el castillo de Lord West se lo había dicho: estaban en Haylon, reforzando la isla a la que él había mandado solo parte de sus fuerzas para conquistar.
Eso hacía que se impacientara más a cada momento que pasaba allí. Pero aquí todavía había cosas que hacer. Miró a su alrededor y vio que sus hombres trabajaban junto a cuadrillas de esclavos recién atrapados para derribar uno de los castillos que parecían brotar rápidamente aquí como las setas después de la lluvia. Irrien no dejaría cosas así sin ocupar, pues eso representaría un lugar para reunirse sus enemigos.
Aún más, sus hombres parecían muy satisfechos con la victoria fácil. Irrien veía que a los que no se había encargado de organizar las cuadrillas holgazaneaban bajo el sol, apostando con monedas de los botines o atormentando a prisioneros que habían tomado para su entretenimiento.
Por supuesto, los parásitos habituales estaban allí. Alguien había montado un campamento de esclavistas al borde del ejército como si fuera su sombra, con sus carretas y sus jaulas llenándose rápidamente. Había un espacio vacío en el centro donde los esclavistas regateaban con los mejores y los más guapos, aunque lo cierto era que tomaban lo que los soldados estaban preparados para venderles. Los hombres que había allí eran buitres, no guerreros por legítimo derecho.
Después estaban los sacerdotes de la muerte. Habían montado su altar en medio del campo de batalla, tal y como hacían a menudo. Ahora, los soldados les traían los enemigos heridos que encontraban y los arrastraban hasta la losa de piedra para que les cortaran el cuello o les arrancaran el corazón. Su sangre corría e Irrien imaginaba que a los dioses de los sacerdotes aquello posiblemente les satisfacía. Desde luego, eso es lo que parecía que pensaban los sacerdotes, exhortando a los fieles a entregarse por completo a la muerte, ya que era el único modo de ganarse su favor.
Un hombre realmente parecía tomárselos en serio. Era evidente que había sufrido heridas en la batalla, algunas tan graves que necesitó la ayuda de sus compañeros para llegar hasta la losa. Irrien observaba cómo trepaba hasta encima, dejando su pecho al descubierto para que los sacerdotes pudieran apuñalarlo con un cuchillo de obsidiana oscura.
Irrien escupió ante la debilidad de un hombre que no se sobreponía a sus heridas. Al fin y al cabo, Irrien no estaba dejando que sus viejas heridas le frenaran, ¿verdad? Su hombro le dolía con cada movimiento, pero no iba a ofrecerse como sacrificio para que otros se libraran de la muerte. Según su experiencia, lo único que te libraba de la muerte era ser el más fuerte de dos guerreros. La fuerza significaba que conseguías vivir. La fuerza significaba que podías tomar lo que quisieras, ya fueran las tierras de un hombre, la vida o las mujeres.
En pocas palabras, Irrien se preguntaba qué pensarían de él los dioses de la muerte de los sacerdotes. Solo los veneraba por el efecto que tenían para reunir a sus hombres. Ni tan solo estaba seguro de que existieran cosas así, salvo como un modo de tener poder para los sacerdotes que no podían controlar a los hombres con su propia fuerza.
Imaginaba que estas cosas jugaban en su contra con cualquier dios que existiera, pero ¿Irrien no había mandado a la tumba más hombres, mujeres y niños que nadie? ¿No les había entregado sus sacrificios, promocionado su sacerdocio y convertido este mundo en algo que aprobarían? Puede que Irrien no lo hubiera hecho por ellos, pero lo había hecho, no obstante.
Se levantó y, por un instante, escuchó hablar al sacerdote.
—¡Hermanos! ¡Hermanas! La de hoy es una gran victoria. Hoy hemos mandado a muchos por la puerta negra hacia el mundo del más allá. Hoy hemos saciado a los dioses, de tal modo que mañana no nos escogerán a nosotros. La victoria de hoy…
—No fue una victoria —dijo Irrien, y su voz se oyó sin esfuerzo por encima de la del sacerdote—. Para que haya una victoria, debe existir una lucha que valga la pena librar. ¿Tomar hogares vacíos es una victoria? ¿Asesinar a estúpidos que se han quedado atrás cuando los demás han tenido la sensatez de escapar? —Irrien los miró—. Hoy hemos matado, y esto está bien, pero hay que hacer mucho más. Hoy, terminaremos las cosas aquí. Derribaremos sus castillos y entregaremos sus familias a los esclavistas. Pero mañana iremos a un lugar donde sí que hay una victoria por ganar. Al lugar donde todos sus guerreros han ido antes que nosotros. ¡Iremos a Haylon!