Грейс Фиона - Asesinato en la mansión стр 12.

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Volvió a girarse hacia la dependienta.

–En realidad, quizás sí que me venga bien un poco de ayuda.

El rostro de la mujer permaneció impasible mientras salía de detrás del mostrador y se acercaba. Estaba claro que asumía que Lacey iba a ser una pérdida de tiempo ―¿qué clase de persona que comprase en tiendas de segunda mano podía permitirse ir de compras en una boutique como aquella?―, y Lacey esperaba ansiosa que llegase el momento de hacer aparecer su tarjeta de crédito delante de la cara sentenciosa de aquella mujer.

–Necesito algo para ir a trabajar ―dijo―. Formal, pero no demasiado envarado, ¿sabes?

La mujer parpadeó.

–¿A qué se dedica?

–A las antigüedades.

–¿Antigüedades?

Lacey asintió con la cabeza.

–Ajá. Antigüedades.

La mujer eligió algo de entre las perchas. Era un conjunto a la moda, ligeramente atrevido y con un toque andrógino en el corte. Lacey se lo llevó al probador y se lo puso para comprobar la talla; el reflejo que le devolvió la mirada desde el espejo le dibujó una enorme sonrisa en los labios. Estaba fabulosa, si se le permitía decirlo. La dependienta, a pesar de su expresión agriada, tenía un gusto impecable y se le daba muy bien elegir prendas que sentasen bien a cualquier cuerpo.

Salió entusiasmada del probador.

–Es perfecto; me lo quedo. Y cuatro más en otros colores.

La dependienta arqueó las cejas bruscamente.

–¿Disculpe?

El teléfono de Lacey empezó a sonar y, al mirar la pantalla, vio que era una llamada desde el número de Stephen.

El corazón le dio un salto. ¡Había llegado el momento! ¡La llamada que tanto había estado esperando! ¡La llamada que decidiría su futuro!

–Me lo quedo ―le repitió a la dependienta; la anticipación había conseguido que le faltase la respiración―. Y cuatro más en los colores que creas que me queden bien.

La dependienta pareció ligeramente perpleja mientras iba a la habitación trasera ―a uno de esos horribles cobertizos que hacían de almacén, pensó Lacey― en busca de más conjuntos.

Contestó al teléfono.

–¿Stephen?

–Hola, ¿Lacey? Estoy con Martha. ¿Podrías pasarte por la tienda para hablar?

Su tono sonaba prometedor y Lacey no pudo evitar sonreír.

–Desde luego. Estaré allí en cinco minutos.

La dependienta volvió con los brazos llenos de trajes y Lacey se percató de la impecable paleta de colores que había elegido: carne, negro, azul marino y rosa suave.

–¿Quiere probárselos? ―preguntó la mujer.

–No. Si son iguales que éste, me fío. ¿Puedes cobrarme, por favor? ―Habló a toda prisa; su voz reflejaba lo poco que le quedaba de paciencia―. Oh, y me llevaré éste puesto.

La dependienta no parecía nada impresionada con el modo en que Lacey estaba intentando meterle prisa y, casi como venganza, se tomó su tiempo pasando por cada todos los trajes y doblándolos cuidadosamente y envolviéndolos en papel de seda.

–¡Espera! ―exclamó Lacey cuando la mujer sacó una bolsa de papel para meter toda la ropa dentro―. No puedo llevar una bolsa de una tienda. Necesitaré un bolso. Uno bueno. ―Desvió la mirada hacia la hilera de bolsos expuestos en la estantería que había detrás de la cabeza de la mujer―. ¿Puedes elegirme uno que pegue con los trajes?

A juzgar por la expresión de la dependienta, uno podría pensar que estaba lidiando con una loca. Pero, a pesar de todo, se giró, consideró los bolsos que había a la venta, y eligió uno de mano de tamaño grande con una hebilla dorada.

–Perfecto ―comentó Lacey, dando saltitos como una corredora que estuviese esperando el disparo de salida―. Cóbralo.

La mujer hizo lo que se le ordenaba y empezó a llenar cuidadosamente el bolso con los trajes.

–Serán…

–¡ZAPATOS! ―gritó de repente Lacey, interrumpiéndola. Menuda cabeza de chorlito; si habían sido precisamente los zapatos náuticos de tan mala calidad los que le habían llevado hasta allí―. ¡Necesito zapatos!

La dependienta logró parecer, de algún modo, todavía menos impresionada que antes. Quizás creía que Lacey le estaba gastando una broma pesada y que al final de la compra se escaparía corriendo.

–Nuestros zapatos están allí ―contestó con frialdad, haciendo un gesto con el brazo.

Lacey examinó la pequeña selección de preciosos zapatos de tacón que habría llevado de estar en Nueva York, donde había considerado que unos tobillos doloridos era un riesgo laboral que debía correrse, pero ahora las cosas eran distintas, se recordó a sí misma. No tenía ninguna necesidad de llevar unos zapatos que le doliesen.

Su mirada se posó en unos zapatos brogue negros; encajarían a la perfección con la calidad andrógina de su nueva colección de trajes. Fue directo hacia ellos.

–Éstos ―dijo, dejándolos en el mostrador, justo delante de la dependienta.

La mujer no se molestó en preguntarle si quería probárselos, así que los pasó por la caja y se tapó la boca con el puño para soltar una pequeña tos cuando el precio que apareció en la pantalla de la caja alcanzó los cuatro dígitos.

Lacey sacó su tarjeta, pagó, se puso los zapatos nuevos, le dio las gracias a la dependienta, y salió dando saltitos de la tienda para entrar en el local vacío que había al lado. La esperanza le floreció en el pecho; estaba a tan solo unos momentos de distancia de recibir las llaves de parte de Stephen y convertirse en la vecina de la para nada impresionada dependienta de la tienda en la que acababa de adquirir una identidad completamente nueva.

Stephen la miró como si no la reconociera cuando cruzó la puerta.

–Creía que habías dicho que parecía un poco atolondrada ―dijo en voz baja la mujer que había junto a él y que debía de ser su esposa, Martha. Si había intentado ser discreta, había fallado por completo; Lacey pudo oír todas y cada una de sus palabras.

Se señaló la ropa.

–Tachán. Le dije que sabía lo que estaba haciendo ―bromeó.

Martha le dirigió una mirada a Stephen.

–¿Qué te tiene tan preocupado, viejo tonto? ¡Es la respuesta a nuestras plegarias! ¡Dale ahora mismo el alquiler!

Lacey no se lo podía creer. Menuda suerte. Estaba claro que el destino había intervenido.

Stephen se apresuró a sacar varios documentos de un maletín y los colocó sobre el mostrador, frente a Lacey. A diferencia de los papeles del divorcio a los que Lacey se había quedado mirando con incredulidad en un momento de pesar y disociación corporal, aquellos parecían brillar llenos de promesas y oportunidades. Sacó su bolígrafo, el mismo con el que había firmado los papeles del divorcio, y plasmó su firma sobre el documento.

Lacey Doyle. Propietaria de un negocio.

Su nueva vida quedaba sellada.

CAPÍTULO SEIS

Con una escoba entre las manos, Lacey estaba barriendo el suelo de la tienda de la que ahora era una orgullosa arrendataria con un corazón que no parecía caberle en el pecho.

Nunca antes se había sentido así, como si tuviese toda su vida bajo control, todo su destino, y como si el futuro estuviese a su alcance por completo. La cabeza le iba a mil por hora, empezando a formular planes bastante grandes, como por ejemplo convertir la habitación trasera en una sala de subastas en honor al suelo que su padre nunca había cumplido. Había estado en cientos y cientos de subastas mientras trabajaba para Saskia, en su mayoría había sido como compradora, no vendedora, pero estaba segura de que podría aprender cómo gestionar una subasta. Tampoco había manejado nunca una tienda, y allí estaba a pesar de todo. Y, además, cualquier cosa que valiese la pena requería un esfuerzo.

En ese momento distinguió cómo una figura que había estado pasando frente a la tienda frenaba bruscamente y se giraba hacia ella para mirarla a través del escaparate. Lacey alzó la vista de la escoba con la esperanza de que se tratase de Tom, pero se percató rápidamente de que la figura que estaba inmóvil frente a ella era una mujer. Y no cualquier mujer, sino una a la que Lacey reconoció: delgada como un palo, vestida de negro y con el mismo cabello largo, oscuro y ondulado que ella. Era su gemela malvada, la dependienta de la tienda aledaña.

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