Грейс Фиона - Asesinato en la mansión стр 11.

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–Bueno… Yo… ―empezó a decir―. Sería agradable que pudiese seguir en la familia un poco más. Y ahora tampoco es un buen momento para vender, no con cómo está el mercado. Pero primero tendría que hablar con mi esposa Martha.

–Por supuesto ―concedió Lacey. Escribió a toda prisa su nombre y su teléfono en un trozo de papel y se lo tendió, sorprendida por lo segura que se sentía―. Tómese todo el tiempo que necesite.

A fin de cuentas, ella también necesitaba algo de tiempo para solucionar el tema de la visa, organizar un plan de negocios, pensar en las finanzas, el stock y… bueno, en todo. Quizás debería empezar por comprar el libro de Guía para idiotas sobre cómo llevar una tienda.

–Lacey Doyle ―dijo el hombre, leyendo el papel que le había tendido.

Lacey asintió con la cabeza. Dos días antes, aquel nombre se le había antojado completamente desconocido, pero ahora volvía a parecer el suyo.

–Yo soy Stephen ―continuó el anciano.

Se dieron la mano.

–Esperaré ansiosa tu llamada ―dijo Lacey.

Y, con aquello, salió del local con el corazón lleno de anticipación. Si Stephen decidía alquilárselo, acabaría quedándose en Wilfordshire de un modo mucho más permanente de lo que había planeado en un principio. Aquella idea debería haberla asustado pero, en lugar de eso, la dejó encantada. Parecía lo correcto. Y más que lo correcto, parecía el destino.

CAPÍTULO CINCO

―¡Creía que eran unas vacaciones! ―explotó la voz furiosa de Naomi al otro lado del teléfono que Lacey sujetaba con el hombro.

Ésta suspiró, dejando de escuchar el sermón de su hermana y sin dejar de escribir en el ordenador de la biblioteca de Wilfordshire. Estaba comprobando el estado de su aplicación online para pasar de una visa de vacaciones a una de creación de negocio.

Tras reunirse con Stephen, se había dedicado en cuerpo y mente a la investigación y había descubierto que, como hablante inglesa con una buena cantidad de capital en el banco, lo único que se le exigía era un plan de negocios decente, algo con lo que tenía amplia experiencia gracias a la costumbre de Saskia de descargar todas sus responsabilidades sobre sus hombres aunque estuviesen muy por encima de su posición. Sólo había necesitado algunas tardes para compilar el plan de negocio y entregarlo, y había sido un proceso sin la más mínima dificultad que había hecho que se sintiese todavía más segura de que el universo estaba guiando su nueva vida.

La pantalla entró en el portal oficial del gobierno británico y vio que su solicitud todavía aparecía como «pendiente». Estaba tan desesperada por empezar que no pudo evitar hundirse un poco en su silla, decepcionada. Volvió a concentrarse en la voz de Naomi, que seguía hablando junto a su oído.

–¡No puedo CREER que vayas a mudarte! ―estaba gritando su hermana―. ¡De manera permanente!

–No es permanente ―le explicó Lacey con calma. A lo largo de los años había acumulado mucha práctica para no dejar que los cambios de humor de Naomi la provocasen―. La visa es sólo para dos años.

Ups. Paso en falso.

–¿DOS AÑOS? ―chilló Naomi, llegando a la cúspide de su enfado.

Lacey puso los ojos en blanco; había sido completamente consciente de que su familia no apoyaría su decisión. Naomi la necesitaba en Nueva York para que le hiciera de niñera, al fin y al cabo, y su madre la trataba básicamente como una mascota que ofreciese apoyo emocional. El mensaje eufórico que había enviado al grupo Chicaz Doyle había sido recibido con la misma gratitud con la que se habría recibido una bomba nuclear y ahora, días más tarde, todavía estaba lidiando con las consecuencias.

–Sí, Naomi ―contestó con voz decepcionada―. Dos años. Creo que me lo merezco, ¿no te parece? Le entregué catorce años a David, quince a mi trabajo, y Nueva York me ha tenido durante treinta y nueve. ¡Ya casi tengo cuarenta, Naomi! ¿De verdad quieres pasarte toda la vida viviendo en el mismo sitio? ¿Tener sólo una clase de trabajo? ¿Estas únicamente con un hombre?

El atractivo rostro de Tom apareció en su mente al decir aquello, y Lacey sintió cómo las mejillas se le caldeaban al instante. Había estado tan ocupada organizando su nueva vida en potencia, que no había vuelvo a la pastelería. Su visión de los largos desayunos en el patio se había visto sustituida de manera temporal por un plátano que se comía por el camino y un frappucino preparado que vendía la tienda de alimentación. De hecho, no se le había ocurrido hasta ahora que, si su trato con Stephen y Martha salía adelante, acabaría alquilando el local que había justo delante del de Tom y lo vería todos los días por la ventana. El estómago le dio un salto de pura felicidad al pensarlo.

–¿Qué pasa con Frankie? ―lloriqueó Naomi, devolviéndola a la realidad.

–Le he enviado unos caramelos.

–¡Necesita a su tía!

–¡Y todavía me tiene! No me he muerto, Naomi, simplemente voy a vivir durante una temporada en el extranjero.

Su hermana colgó la llamada.

«Treinta seis años pero como si tuviese dieciséis», pensó Lacey con sarcasmo.

Guardó el teléfono en el bolsillo y, al hacerlo, notó que algo parpadeaba en la pantalla del ordenador. El estado de su solicitud había cambiado de «pendiente» a «aprobada».

Lacey se levantó de un salto, soltando un gritito y alzando el puño en señal de victoria. Todos los ancianos que habían estado jugando al solitario en los demás ordenadores se giraron, mirándola alarmados.

–¡Lo siento! ―exclamó Lacey, intentando controlar su entusiasmo.

Volvió a dejarse caer en su silla, sin aliento por el asombro. Lo había conseguido. Le había dado luz verde a que pusiera en marcha su plan. Y había sido todo tan fácil que no pudo evitar sospechar que el destino había tenido algo que ver…

Excepto que todavía quedaba un último obstáculo que superar. Necesitaba que Stephen y Martha accediesen a alquilarle el local.

*

Lacey se sentía ansiosa mientras deambulaba por el centro del pueblo. No quería alejarse demasiado de la tienda porque, en cuanto recibiese la llamada de Stephen, iría directa hacia allí con la chequera en la mano y un bolígrafo para cerrar el trato  antes de que su lado autosaboteador le dijera que no era capaz de hacer algo así. Pero se le daba excepcionalmente bien entretenerse mirando escaparates, así que se puso manos a la obra examinando todo lo que podía ofrecerle el pueblo. De repente sus zapatos náuticos baratos se atascaron entre dos adoquines, haciendo que perdiese pie y se torciera el tobillo, momento en el que comprendió que, si quería que la tomasen en serio como una posible propietaria de un negocio, tendría que despedirse de toda su conjunto informal de tienda de segunda mano.

Puso rumbo hacia la boutique de ropa que había junto al local vacío que esperaba que se pasase a ser suyo en breve.

«Bien puedo conocer a los vecinos», pensó.

Cruzó la puerta y se encontró en un espacio con aspecto de lo más minimalista en el que sólo se habían expuesto ciertos objetos muy concretos. La mujer que había tras el mostrador alzó la vista ante su entrada, y arrugó la nariz con prepotencia al ver el atuendo que llevaba puesto. Era delgada como un palo y con un aspecto bastante severo, pero llevaba el cabello castaño y ondulado peinado exactamente igual que Lacey. Ésta pensó, divertida, que el vestido negro que llevaba la dependienta hacía que pareciese una especie de clon maligna de ella misma.

–¿Puedo ayudarla? ―preguntó la mujer con voz aguda y desagradable.

–No, gracias ―contestó Lacey―. Sé exactamente lo que quiero.

Eligió un traje de dos piezas de entre las perchas, uno del mismo tipo que había acostumbrado a llevar en Nueva York, pero se detuvo de golpe. ¿De verdad quería replicarse a sí misma? ¿Quería vestirse como la mujer que había sido antes? ¿O quería ser una persona distinta?

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